domingo, 12 de enero de 2014

Dos balas por cabeza

Guau, un año sin actualizar. Me he quedado sin ideas, o me he vuelto demasiado vago para escribirlas. Pero bueno, el insomnio es mejor si se aprovecha...

Esta historia surge de un cartel que vi hace 4 años en la universidad -ya podía haberla escrito antes-, una obra de teatro de título homónimo. Unas 5 páginas escritas en 3 horas y sin releer mucho, no me hago responsable de cegeras al leerlo.

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— ¿Por qué te llaman “dos balas”?

Jackson examinó a su interlocutor. Aquel mocoso, que no debía tener más de dieciséis años, era el último fichaje de Maloni para cubrir el puesto vacante de camarero en su local privado. Blandía una sonrisa con la que parecía intentar convencerlo mientras se esforzaba por limpiar un vaso, pero que a cada segundo parecía más sucio.

—No veo por qué debería contártelo—respondió Jackson tras tomar un largo trago de su copa.

—Oh, vamos—soltó a su lado Thomas, atrayendo la atención—. El chaval se muere de curiosidad. Además, esa historia siempre es divertida.

— ¿Quieres que le haga una demostración práctica?

Thomas era un enorme bocazas. Desde el incidente comenzó a llamarle así, él fue el que le puso el apodo. Un grupo de personas se congregaba en torno a Jackson, que comenzaba a notar que sólo tenía una forma de salir de ahí. Resignado, vació su copa de un trago, tomó aire y comenzó:

—Cuando empecé aquí pude conocer al viejo Grisham, apodado “halcón”. De él se decían muchas cosas. Que si jamás había herrado un disparo, que si podía matar a una hormiga de un balazo a medio kilómetro de distancia… Los rumores siempre exageran la verdad. De lo que sí fui testigo fue de cómo se cargó a un soplón que miraba por la ventana de un cuarto piso desde la calle con su nueve milímetros. Le dio entre los ojos.

Jackson había contado aquella historia tantas veces que conocía los puntos exactos en los que una pausa añadía un enorme dramatismo. Hizo un gesto con una mano para que le sirviesen un Bourbon antes de continuar:

—Por algún extraño motivo que desconozco, Grisham decidió tomarme como su aprendiz. Él fue quien me enseñó a disparar, tras largas sesiones de entrenamiento y algún que otro trabajito. Quizá por esto soy el que mejor comprende lo letal que puede llegar a ser y el que más se sorprendió al enterarme de la noticia.

»El trabajo era fácil. Un chaval llamado Henry Lyons, gilipollas por vocación, decidió rayar el Corvette del 77 de Maloni, supongo que por envidia. Las cámaras de seguridad del aparcamiento le grabaron, y Grisham se ofreció para liquidar el asunto; al fin y al cabo fue él quien se lo regaló. Al anochecer aparcó frente al piso del futuro fiambre e irrumpió derribando la puerta. Aquel pobre infeliz se cubrió con una bandeja de té. Grisham se limitó a sacar su revólver y disparar. La bala atravesó la madera y el hueso. Lyons cayó al suelo, con un hilo de sangre manando del agujero que le había abierto en la frente. Sin mirar atrás, Grisham salió del apartamento, dejando las huellas de sus pisadas en la nieve. Pronto se arrepentiría de aquello, porque aquel chaval seguía vivo.

—Venga ya—escupió el camarero sin poder contenerse—. ¿No comprobó que estaba muerto?

—Normalmente, cuando a uno le disparan a la cabeza y aciertan, no hace falta hacer una comprobación—argumentó Thomas—. Continúa, Jackson.

—Una vecina que oyó los disparos llamó a la policía. Cuando llegaron, al ver el desastre en el apartamento pensaron que podría ser un robo con homicidio. Uno de los agentes se agachó y descubrió, con total fascinación, que Lyons seguía vivo. Lo trasladaron al hospital donde, una vez confirmado que milagrosamente iba a salir de esta, procedió a relatar los sucesos que le llevaron a tener permanentemente un trozo de plomo incrustado en la cabeza, retrato robot incluido.

»Uno de los agentes anti-bandas del FBI vio por casualidad el dibujo del sospechoso y lo reconoció. Su superior, agradecido por aquella información, le regaló una botella de whisky con la que esperaban celebrar nuestra captura. George White, que así se llamaba el lumbreras, acudió al hospital con una carpeta de fotos que enseñarle. Convenció a Lyons para que modificase su testimonio añadiendo a Maloni en el escenario. Esperaba que con su nuevo testigo estrella y un dosier de trescientas páginas de pruebas circunstanciales conseguiría encerrar a uno de los mayores traficantes del país.

—Pero… ¡Eso es ilegal!—Le interrumpió el camarero.

Aquello fue más de lo que Jackson pudo aguantar. Se unió a sus compañeros en una estruendosa carcajada que hizo retumbar las paredes. Maloni, que acababa de llegar al local justo a tiempo para oír aquel comentario, se acercó a la barra riendo entre dientes.

—Vamos a ver, chaval. ¿Tú sabes quién te ha contratado? ¿Y andas preguntando si lo que hace los maderos es legal o ilegal?—le reprendió—. Anda, calla y ponme lo mismo que a Jackson. Y rellena su copa.

Jackson le agradeció el gesto con la cabeza y procedió a terminar el relato:

—La policía irrumpió aquí mismo, derribando la puerta al entrar. Nos apuntaron a todos; a los que nos dio tiempo a reaccionar les correspondimos. White entró blandiendo la orden de detención en alto con una enorme sonrisa de satisfacción en la cara. Tenía al jefe de la organización y a su mejor hombre de una sola vez. Parecía estar contando mentalmente las condecoraciones. Nuestros abogados estaban en marcha apenas cinco minutos después de que ambos salieran esposados.

»La fecha del juicio se acercaba y todos nos mordíamos las uñas; era la primera vez que aquello pintaba tan mal. Entonces, una mañana de febrero, el teléfono del local sonó. Lo cogí yo mismo. Uno de nuestros informadores hizo el trabajo de su vida aquel San Valentín. Nos entregó un dosier entero que relataba cuándo y cómo se llevaría a cabo el traslado de Lyons desde el piso franco hasta los juzgados, incluyendo los nombres de los tres miembros de la escolta que amanecerían varios días después en sus casas con un dolor de cabeza que les mantendría inmovilizados. Me encargué rápidamente de sustituirlos a todos por buenos compañeros. Así, la mañana del quince de Febrero, el día en que la organización de Maloni iba a caer, Thomas aparcó una furgoneta blindada de la policía frente al 219 de la calle Baker y esperó pacientemente a que Lyons subiese en ella.

»Una hora más tarde, tras despistar a la escolta policial en un bien preparado accidente de coche que bloqueó la autopista en ambos sentidos. Thomas llevó la furgoneta hasta un descampado prácticamente desértico. No había nadie en kilómetros a la redonda. Tan solo el conductor, los falsos escoltas Kevin y Rick, nuestro amigo Henry Lyons y yo mismo. Apoyé el cañón en su frente y le dejé rezar. Probablemente pedía a Dios un milagro similar al que ya le salvó la vida una vez. Esta vez la bala no se detuvo al atravesar su cráneo de lado a lado. Cayó al suelo, inerte, casi al instante. Y entonces, por si acaso, volví a disparar.

—Y desde entonces, cada vez que se carga a alguien dispara dos veces. Por si acaso—concluyó Thomas riendo.

— ¡Eh, esa es mi frase!—Jackson le golpeó, haciendo que se tambalease sobre el taburete intentando no caerse. El camarero preguntó:

— ¿Qué fue del juicio?

—Sin el testigo principal el caso no se sustentaba—respondió Maloni—.Por supuesto, hubo una investigación sobre la muerte de aquel chaval, pero gracias al buen trabajo de Jackson no encontraron pruebas que sustentasen una nueva acusación. Sólo por eso le permito esa cara manía que tiene—añadió entre risas.

Jackson levantó la copa y brindó por él. La vació de un trago, se despidió de todos y abandonó el local casi arrastrando los pies. El peso del arma en el bolsillo interior de la chaqueta se hacía más real a cada paso que daba. Su coche desentonaba con el resto; rodeado que BMW, Porches y demás, su viejo Ford Mustang destacaba por lo machacado que estaba. Tenía dinero para comprar uno nuevo, sin duda, pero había conducido vehículos más modernos y se veía incapaz de abandonar la característica vibración de su volante. Se sentó, arrancó el motor y puso la radio. Reconoció los últimos compases de “The show must go on”.

—Que apropiado—comentó en voz alta, pisando el acelerador.

La cabaña estaba bastante alejada de la ciudad, refugiada entre los árboles. Sólo podías encontrarla si sabías el camino, o si te perdías en el bosque y vagabas durante horas. El viejo Grisham me la enseñó cuando se la compró, dos días antes de hacer su retiro público. Estaba cansado de aquella vida.

Cuando Jackson aparcó, el viejo le esperaba sentado en el porche. A pesar de reconocer el motor blandía una escopeta con ambas manos. Sólo hasta que se cercioró de que su visitante venía sólo bajó el arma. Nunca lo soltaría del todo. Le invitó a pasar con un gesto de cabeza, sin decir ni una palabra hasta que ambos se sentaron bajo el cielo nocturno.

—Hace tiempo que no venías—le dijo Grisham alcanzándole una cerveza—. ¿Cómo te ha ido?

—No tengo tiempo para aburrirme. Desde que te fuiste Maloni me encarga todos tus trabajos. ¿Cómo podías soportarlo?

—Te encargaba hacer la mitad, para eso te tenía—rió el viejo.

Por un tiempo ambos permanecieron callados. No había luna ni estrellas. La luz era artificial, anaranjada, perenne en aquella ciudad. Grisham tenía ya tres botellines vacíos a sus pies. Jackson ni siquiera dio un sorbo a su cerveza, abandonada en el suelo ya caliente.

—¿Lo echas de menos? —preguntó de repente.

—¿Ir por las calles pegando tiros? Ni por un segundo. Echaba de menos la tranquilidad. No he disparado un arma desde aquel niñato que casi me encierra, y no podría sentirme mejor—a pesar de sus palabras, el viejo aún sujetaba la escopeta sobre su regazo. La levantó, apuntó a la copa de un árbol y apretó el gatillo—. ¿Ves? Ni siquiera está cargada. La gente se asusta de un simple trozo de metal.

Él se limitó a sonreír, apenas una mueca vacía. Por dentro temblaba. Grisham, con sus años de experiencia, ni siquiera tenía que mirar a su aprendiz para saber lo que se le pasaba por la cabeza. En los dos años que lo tuvo a su cargo Jackson lo aprendió todo; incluso algunos de los propios gestos del viejo.

—Te ha enviado para matarme, ¿verdad?—le preguntó, conociendo la respuesta—. Que sea rápido.

Jackson se levantó, sacó el arma del bolsillo y apuntó a su mentor. Ni uno solo de sus gestos delataba el conflicto interno en el que se debatía, quizá sólo fuese aquel amago de lágrima en sus ojos, y sin embargo Grisham lo leía como un libro abierto. Veía sus miedos, sus ganas de salir huyendo de allí y no volver la vista atrás. Veía arrepentimiento, la conciencia cargada de actos que le impedían dormir. Pero sobre todo le veía incapaz de aquello. Sabiendo lo que le ocurriría de fallar, Grisham tomó su decisión. Sacó un par de cartuchos del bolsillo y cargó su arma.

—Escapa como puedas, mocoso—se despidió.

Antes de que Jackson pudiese reaccionar, el viejo se puso el cañón bajo la barbilla y apretó el gatillo. La explosión se llevó por delante toda la cara. Jackson apretó los puños hasta sangrar. Entonces buscó una pala con la que enterrarlo. Tardó un buen rato en cavar una fosa de unos dos metros de profundidad, no quería que algún animal del bosque se alimentase con sus restos. Al acabar cogió su móvil.

—¿Está hecho?—preguntó Maloni nada mas descolgar.

—Sí.

—Estupendo. Ahora vuelve aquí, tengo un trabajo para ti.

—¿Sabes qué, jefe? Váyase usted a la mierda.

Jackson partió el teléfono por la mitad y lanzó los trozos al bosque. Abandonó su viejo Ford allí mismo y cogió la camioneta de su mentor. Condujo hasta que no le quedó gasolina, atravesando dos estados, y cuando el motor no pudo más se subió a un tren. No tuvo tiempo a reunir algo de dinero. Se limitó a poner toda la distancia posible entre él y aquellos que Maloni enviase en su busca. El peso de su pistola reapareció de golpe, como un bálsamo calmante. Si le encontraban, estaría preparado.
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viernes, 4 de enero de 2013

Ángel de bruma

Primera entrada del año, un intento de novela corta que escribí para un concurso y que no fue lo suficientemente bueno. Es largo, ocupa sus quince páginas.

Para ella

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La fábrica dominaba la ciudad desde el otro lado de la bahía. En los días de niebla, su potente luz roja que señalaba la posición de la torre a los aviones recordaba al ojo de un gigantesco cíclope que espera el momento adecuado para saltar sobre nosotros y comernos a todos.

Su atenta mirada se colaba por mi ventana. No había un solo rincón en mi habitación en el que pudiese ocultarme. Incluso cuando cerraba la persiana podía sentirla sobre mí, observando cada pequeño movimiento que hacía, como si ya hubiese decidido que yo sería su primera víctima. Pero cuando echo la vista atrás y recuerdo la inverosímil historia que había vivido, aquel ojo parecía el de un emisario de Dios que vino a la tierra para vigilarme.

Aquella mañana había niebla. Me desperté por el aroma del pan recién horneado. Vivíamos en un piso del Arrabal, justo encima de nuestra pequeña panadería. Cuando bajé a desayunar, mi hermano ya estaba terminando su tazón de leche bajo la mirada de mi madre, a medio camino entre triste y preocupada. Hace unas semanas atrás, un compañero de clase de mi hermano desapareció sin dejar rastro cuando iba a clase. Desde entonces, cada lunes a las 9, las noticias anunciaban una nueva desaparición. La policía no tenía pista alguna. El colegio había dispuesto un plan para proteger a sus alumnos que se ponía en marcha aquel mismo día.

—Buenos días—saludé, revolviéndole el pelo a mi hermano. Él lo odiaba.

—¡Para ya, Vincent! —gritó.

Mi madre tenía ascendencia italiana, a pesar de que no hablaba ni una palabra del idioma. Mi nombre era una tradición en su familia, compartía nombre con su hermano, su padre, su abuelo… Para el segundo no había normas.

—Acaba, David, que te van a dar las uvas—le regañó mi madre. Sonó el timbre mientras yo cogía un croissant, marca de la casa—. ¿Ves? Ya están aquí.

La ciudad había dispuesto algunos de los autobuses urbanos para recoger a los alumnos de la edad de mi hermano. Le esperaba en la puerta, lo cual indicaba que el conductor era muy habilidoso, viendo las cicatrices entre edificios a las que llamaban “calles” por las que había entrado. Mi madre abrazó a David y le llenó la cara de besos.

—¡Jo, mamá!—gritó él— Que no me va a pasar nada, ¡para ya!

Mi madre lloraba en silencio, haciendo un gran esfuerzo por creer en las palabras de su hijo pequeño. Terminé de desayunar y cogí mis cosas.

—Ten cuidado— me dijo a modo de despedida.

—Tranquila, soy demasiado viejo para que ningún secuestrador se interese por mí—bromeé.

Solía salir de casa media hora antes del comienzo de las clases, a pesar de que me sobraba la mitad de ese tiempo para llegar. Antes de entrar me gustaba dar un paseo junto al mar, y desde la construcción de aquella torre sentía la necesidad de dejar que el ojo me viera hasta que se quedase tranquilo. Mi madre me repetía que llegará el día en el que me saldrán escamas y me echaré al mar.

Rodeé el mercado y crucé el parque como cada mañana. La bruma era densa, aunque me permitía ver con bastante claridad. A pesar de las condiciones podía distinguirla desde lejos. Estaba sentada con los pies colgando sobre el mar. Tenía las manos cruzadas sobre su regazo y se mecía al compás de las olas. Enfundada en un vestido de lana blanca a pesar del frío; su pelo parecía oro fundido formando tirabuzones. No la conocía, pero la sentía cerca. Cuando llegué a su lado me miró, mostrándome en sus ojos el cielo azul.

—Buenos días—saludó. Tenía la voz dulce y una sonrisa en los labios.

—¿Te conozco?

—No—rió. Echaba la cabeza hacia atrás para poder mirarme, balanceando los pies.

Parecía tener todo el tiempo del mundo para perderlo allí sentada. Incluso al ponerse de pie, lo hizo con calma y sin ninguna prisa. Se sacudió el vestido. Me llegaba a la altura del hombro.

—¿Quién eres?—Pregunté.

Ella negó sacudiendo la cabeza. El tiempo se ralentizó siguiendo las directrices de sus pestañas. La gente a mi alrededor iba demasiado deprisa, o quizá fuese yo el que se moviese con lentitud. Se acercó hacia mí, apoyó las manos sobre mi pecho y poniéndose de puntillas depositó un suave beso sobre mis labios. Estaba hipnotizado, era incapaz de mover ni un músculo. Me sonrió una última vez antes de alejarse en dirección a La Magdalena. La vi perderse entre el gentío.

Me desperté de golpe. Ella hacía tiempo que se había ido. Miré el reloj; marcaba las ocho y media. Había perdido todo el tiempo que tenía para ir a clase, ya llegaba tarde. Recogí mis cosas y salí corriendo. Las puertas estaban cerradas. Golpeé hasta que Isaac, el conserje, me abrió; farfullé algo acerca de que me había dormido y me escabullí a clase.

—Llegas tarde.

El señor Sainz estaba sentado en su silla con las piernas sobre la mesa. Solía vestir más como un alumno, con camisetas y deportivas. Llevaba la barba mal recortada, gafas y el pelo revuelto.

—No me digas—le solté bromeando.

—Siéntate—ordenó, tirándome la tiza—. Ahora que estamos todos, podemos empezar.

Ocupé mi pupitre. Apenas me había sentado, mi compañera me atacó, sin darme tiempo a prepararme.

— ¿Dónde te habías metido?

A Sonia la conocía desde los 6 años. En una extraña casualidad nos encontramos en la boda de un familiar común, y desde entonces no he podido librarme de ella. Era la mejor alumna de la clase, de quien mi madre esperaba que tomase los buenos hábitos de estudio. Para más coincidencias, mi hermano y el suyo iban a la misma clase.

—Perdona, me entretuve más de la cuenta— me disculpé.

—Te estuve esperando—me soltó. Tras mi paseo matutino solía pasar por su casa, que me quedaba de camino a clase, y recorríamos el resto del trayecto juntos. A falta de ideas, decidí desviar la conversación.

—No te lo vas a creer—comencé.

Le conté todo lo que me había pasado bajo su atenta e incrédula mirada. Me parecía tan increíble que el condensarlo en tan poco tiempo hizo que me supiera a poco, como si faltase algo por contar. El relato no me llevó más de cinco minutos.

—¿Seguro que no te has quedado dormido y esto lo has soñado?—preguntó, casi sin darme tiempo a terminar.

—Es tan cierto como que hoy te he dejado plantada.

Sonia inspiró y me lanzó una mirada que conocía bien, la que ponía cuando fingía un enfado. Me ignoraría durante las dos siguientes horas, que coincidían con las clases, y luego me lanzaría un par de puñaladas de “me hago la dolida”.

El resto de la mañana me la pasé tan ensimismado que cada vez que un profesor me preguntaba, Sonia debía darme un par de codazos para sacarme de mi mundo de ensueño. Intenté dibujarla varias veces, a pesar de que mis manos nunca supieron captar las imágenes que tenía en mi cabeza. Al final me contenté con describirla en la hoja de papel, plasmando cada detalle con palabras.

—Estas en Babia hoy—me dijo ella.

Al terminar las clases acompañé a Sonia a casa. Que llegase tarde a una de nuestras rutinas tenía un pase, pero ignorarla dos veces el mismo día podía hacer que se enfadase de verdad. Apenas me hube despedido eché a correr hacia el mar. Caminé desde las estaciones hasta la universidad, pero no la encontré. A las cuatro de la tarde, dos horas después de haber terminado las clases y con el hambre aporreando mi estómago, regresé a casa.

Apenas hube entrado por la puerta pude ver a mi madre al teléfono con cara de circunstancias. Viendo la preocupación en mi rostro negó con la cabeza, haciendo señas de que me lo contaría después. Más aliviado fui al salón, donde encontré a mi hermano sentado viendo la televisión. Dejé la mochila sobre el sofá y me dirigí hacia la cocina deseando atracar la nevera. Apenas hube cruzado el umbral de la puerta me di la vuelta, seguro de que había algo que estaba mal en lo que acababa de ver. La televisión estaba apagada.

—¿Qué te pasa?—Le pregunté.

Mi hermano fue incapaz de articular una palabra.

Para cuando mi madre colgó el teléfono yo ya había terminado un plato de sopa y me estaba preparando una tortilla francesa. La vi coger un chupito del congelador y llenarlo de orujo, como hacía cada vez que tenía el estómago revuelto. Esperó hasta acabárselo para contarme lo sucedido.

—Carlos ha desaparecido—soltó sin rodeos.

Apenas hube terminado de comer regresé a casa de Sonia corriendo todo lo rápido que me dejaban mis piernas. La encontré sentada frente a la puerta, como si esperase que en cualquier momento su hermano pequeño doblase la esquina y le saludase. Nunca la he visto llorar hasta ahora, pero sabía que por dentro estaba destrozada.

—Le encontraremos—aseguré—. Cueste lo que cueste.

Recorrimos toda la ciudad llamándolo a gritos. La gente, que al principio nos miraba como si estuviésemos locos, parecía comprender lo que había pasado. Sentía sus miradas cargadas de tristeza en la espalda. Ni uno solo de ellos nos ayudó.

Nos rendimos al anochecer, cuando no podíamos dar ni un paso más. Nos separamos, ella se fue hacia su casa y yo me encaminé a la mía. Al llegar al portal me tomé un segundo para pensar. Decidí subir al funicular donde tenía unas vistas espectaculares del puerto. Con el cielo despejado, la luz roja de la torre no era más que eso, una luz roja. Nada a lo que tenerle miedo.

Santander nunca me pareció una gran ciudad, no cuando en quince minutos llegaba a cualquier lugar, pero ahora que tenía que buscar a una persona en concreto entre tantas…

Regresé a casa; las noticias de las nueve anunciaban la desaparición de Carlos. Me metí en la cama sin cenar, y hasta que me dormí aquella misteriosa chica dominó mis pensamientos.

Al día siguiente Sonia no me abrió la puerta. Estuve cinco minutos esperando hasta que su padre salió y me dijo que no iría a clase, que no se encontraba bien. Decidí volver después y continué sin ella.

Durante el trayecto permanecí alerta buscando pistas, aunque no sabría decir si eran para encontrar a Carlos o a aquella misteriosa chica, a la que mi mente empezaba a confundir con un ángel de bruma. No la encontré junto al mar aquella mañana. El gran ojo rojo del cíclope lo había visto todo, pero no quiso decirme dónde podían estar ninguno de los dos.

Esperaba que mis compañeros hiciesen comentarios acerca de la ausencia de Sonia, pero ninguno de ellos dijo una palabra al respecto. El señor Sainz reparó en el asiento vacío.

—¿Sonia?—preguntó.

Negué con la cabeza y él comenzó la clase.

A Sonia la encontré en su habitación, completamente a oscuras. Debía de haber pasado el día durmiendo, o intentándolo por lo menos.

—Eh, tú, levanta—le solté. Sólo obtuve un gruñido como respuesta—. ¡Eh! Sal de ahí.

—Largo—escupió.

Abrí las persianas para que entrase la luz. Tenía la cama totalmente desarmada, como si se hubiera estado revolviendo toda la noche. Su pelo estaba totalmente alborotado, y sus ojos estaban medio cerrados mientras se acostumbraban a la luz. Había una botella de agua junto a su cama. Se la enseñé.

—Si no te levantas te la vacío encima—amenacé.

—Ya va, ya va.

Salí de la habitación mientras se vestía. Me tuvo esperando media hora larga, que aprovechó para peinarse. Lo primero que hizo al terminar fue darme un puñetazo.

—Capullo—saludó.

El plan era simple. Iríamos de puerta en puerta, barrio por barrio, preguntando a la gente y pegando carteles. Los hicimos en la librería del barrio. La dueña nos conocía de toda la vida, y al ver para que eran los carteles se negó a cobrarnos.

—Que tengáis suerte—dijo al despedirnos.

No la tuvimos. Caminamos por toda la ciudad. Los establecimientos nos dejaban poner los carteles en el escaparate, dado su objetivo. Pudimos ver que había otras fotos pegadas, las de los otros niños desaparecidos. Rostros felices que ignoraban su futuro.

Esperábamos que alguien reconociese a Carlos y que llamase dando alguna pista. El teléfono no son ni aquel día ni los siguientes. Sonia, lejos de desanimarse, siguió buscando a su hermano. Dejó de ir a las clases para poder dedicarle más tiempo. Una tarde me contó que la habían echado por intentar colarse en La Magdalena, asegurando que era el último sitio que le quedaba por registrar.

Yo me unía a la búsqueda justo después de comer. Sonia aseguraba que seguía en la ciudad, que no iba a irse. Iba a encontrarlo, costase lo que costase. Incluso planeaba la forma de pillarle mientras secuestraba al próximo.

No encontramos nada, ni una pista. Aquel viernes decidimos separarnos para cubrir más terreno. Pensé que sería una tarde de paseo como las anteriores. La encontré en Puertochico al atardecer, cuando pensaba en regresar a casa.

Me miraba entre la gente. Sonrió al darse cuenta de que la había visto. Hizo un gesto con la mano que no entendí. Lo repitió dos veces más hasta que decidió decírmelo sin articular palabra. Quería jugar conmigo, a ver si conseguía atraparla. Sin darme tiempo a reaccionar echó a correr.

La seguí durante dos horas dando vueltas por todo Santander. No paró hasta General Dávila. Me esperaba en el acceso al funicular.

—¿Estas cansado?—me preguntó.

—¿Ya hemos acabado?—hablaba entrecortado, intentando recuperar el aliento—. Puedo seguir así días.

Ella rió con ganas. Me cogió del brazo, creo que temía que me cayese. Caminamos un poco hasta llegar al teleferico. Nos quedamos apoyados en la baranda esperando a que subiese. Las luces de la ciudad se reflejaban sobre un mar oscuro.

Ninguno dijo nada. Temía que si decía algo, ella echaría a correr y no volvería a verla. Pero en mi interior rugía una pregunta que necesitaba salir. La miré a los ojos.

—¿Cómo te llamas?

Se tomó su tiempo para responder. Cerró los ojos y tomó aire. Me hizo esperar una eternidad, y cuando creía que no iba a responderme me besó. Fue un beso rápido de apenas unos segundos, por mucho que mi reloj se empeñase en gritarme había pasado una hora. Fue entonces, al separarnos, cuando ella habló.

—Marina.

Bajamos juntos en el funicular, solos. Estaba resplandeciente. Ella cogió mi mano. La dejé guiar nuestros pasos. Me llevó hasta el puerto. La luz roja de la fábrica me seguía. Supe que no lo aprobaba. Por primera vez, me daba igual.

—Marina, ¿quién eres?

—Es una pregunta un tanto rara, ¿no crees?—se balanceaba como un péndulo; no podía estar quieta.

—No es eso, es solo que…—no sabía por dónde empezar. Decidí ir a lo seguro y soltarlo sin más—. Desde que llegaste no he podido sacarte de mi cabeza. Necesito saberlo todo de ti.

Ella negó con la cabeza.

—Hoy no—dijo—, debo irme ya.

—¿Cuándo?

—El lunes. Aquí mismo.

Marina se fue sin despedirse. Regresé a casa. Podría jurar que en todo el trayecto no toqué el suelo una sola vez.

De aquel fin de semana no recuerdo nada. Es como si lo hubiera pasado durmiendo. Mi hermano asegura que en ese tiempo me dio una paliza a la consola. De lo que sí estoy seguro es de que el domingo no dormí, que lo pasé en vela esperando ansioso el volver a verla.

Volvía a ser lunes. Mi madre volvía a mirar a David con una mezcla de tristeza y miedo. El autobús volvía a nuestra puerta a recogerlo, esta vez con un policía vigilando el trayecto. Incluso con esas medidas, mi madre no se sentía aliviada. Mi hermano repitió que no iba a pasar nada, que volvería para la hora de comer. Incluso yo no podía creérmelo del todo.

Como le había prometido, a las ocho en punto salí de casa para ir a reunirme con ella junto al mar. Marina me esperaba sentada en el borde, con las piernas colgando sobre el agua, tal y como la había visto la primera vez, una semana atrás. Me saludó con su perenne sonrisa, haciendo un gesto para que me sentase a su lado. Apenas lo hice, ella apoyó la cabeza sobre mi hombro.

—Te echaba de menos—dijo.

No respondí. Estaba dudando si besarla o hacerle la pregunta que tenía en la cabeza desde el mismo momento en el que la vi. Me quedé mirando al agua mientras en mi cabeza se libraba una guerra sin cuartel. Ella me sacó de mis pensamientos.

—¿Te pasa algo?— preguntó.

Al mirarla me di cuenta de que no había diferencia entre el mar y sus ojos. Esa idea me ayudó a decidirme.

—Cuéntame tu historia.

Ella cogió aire y comenzó el relato.

Existía en la ciudad un hombre triste que se arrastraba por las calles de un lado a otro buscando su fortuna perdida. Vivía en las aceras y dormía en bancos, comiendo lo poco que podía reunir. En una de sus exploraciones la encontró, envuelta en una maraña de trapos sucios. El hombre aporreó las puertas cercanas, tratando de encontrar el hogar de la niña, pero lo único que obtuvo fue algo de leche y alguna manta para que no cogiese frío. Asumiendo que la niña le acompañaría durante el resto de su vida, el hombre se coló en una vieja casa abandonada, donde la abrazó hasta que ambos se quedaron dormidos. Al amanecer se dio cuenta de que la niña carecía de nombre, y le puso el de la única mujer a la que quiso alguna vez. Marina.

Pronto aprendió a querer a aquella niña como si fuese su hija. La llevaba consigo a todas partes, de puerta en puerta pidiendo una ayuda. A las amas de casa la pequeña Marina les ablandaba el corazón y abría las carteras. Le daban monedas, leche, ropa vieja… Pero pronto aquella limosna se acabó, cuando la niña cumplió los dos años. La buena voluntad de Santander tenía un límite, y el hombre lo había rebasado. Fue entonces cuando empezó a tomar todo lo que necesitaba.

Al principio eran alimentos, y cuando empezó a crecer cogía ropa y libros. Se colaba en cualquier casa y se llevaba todo lo que necesitaba o creía necesitar. A medida que pasaba el tiempo dejó de llevarse la comida o la ropa para coger exclusivamente objetos de valor para luego venderlo a través de unos viejos amigos.

Marina crecía con rapidez. El brillo en los ojos que el hombre tenía cuando la niña lo llamó “papá” con sus primeras palabras era de puro orgullo. Con él aprendió a hablar, a escribir y a leer, que era casi todo lo que podía enseñarle.

La niña siempre tuvo todo lo que quiso. No pedía mucho: un libro, una muñeca… Cosas fáciles de conseguir, y baratas. Pero aquella tarde el hombre sacó a Marina a dar un paseo por la costa. Y entonces vio el gran palacio que tiempo atrás la familia real usaba como residencia de verano.

—Papá, ¿eso qué es?—Preguntó la niña señalando al palacio.

—Esa era la casa del rey.

—¿Y ya no vive nadie allí?

—No, Marina, nadie vive allí—respondió el hombre.

—Pues algún día yo viviré allí—aseguró Marina.

El hombre dejó a la niña en la biblioteca. La encargada era una señora mayor cuyos hijos hacía tiempo que se habían ido de casa. Le había cogido un cariño especial a Marina; siempre le daba pastas para merendar que ella misma cocinaba. Aquella tarde, la niña estaba especialmente emocionada.

—Se te ve contenta hoy, ¿es por algo en especial?—preguntó la bibliotecaria.

—¡Papá me ha prometido que viviremos en un palacio!—gritó Marina en respuesta.

La anciana bibliotecaria no pudo evitar reír ante la ingenuidad de la pequeña. Le tendió una pasta y se la llevó a la sección de libros infantiles.

El hombre pasó toda la semana rondando la Magdalena. Buscaba una forma de entrar y salir sin ser visto, el resto venía sólo. Llevaba años ocupando una casa vacía en mitad de la ciudad, aquel palacio no sería difícil. Nadie entraba y pocos se acercaban, normalmente turistas que hacían un par de fotos y se iban por donde habían venido. Al final lo encontró. Era una pequeña gruta junto a la playa, apenas una cicatriz en la roca por la que un hombre adulto podía colarse con bastante facilidad. Era complicado pasar por allí, pero serviría. Apenas medio metro más adelante el camino se ensanchaba, permitiendo moverse con comodidad. La cueva llevaba a una larga y oscura escalinata esculpida en piedra, cuyo fin llegaba a una puerta en la cocina.

Se dio un paseo por el palacio. Los muebles estaban cubiertos por telas para evitar que se dañasen. En una de sus visitas organizada por el instituto, cuando aún no había terminado en la calle, había visto grandes sofás de terciopelo merecedores del trasero real. Dedujo que, antes de una visita concertada, se limpiaba y adecentaba para dar buena imagen. Debía tener cuidado con eso. Sin embargo, se notaba hacía años que nadie pisaba las plantas superiores. Bastaría con algo de limpieza para que fuese habitable.

Aquella misma noche llevó a Marina a su nuevo hogar. Poco a poco fue trasladando sus pertenencias hasta que un mes después de la primera incursión al palacio pudo decir que había abandonado su casa de mendigo para vivir como un rey.

Marina creció como una niña feliz. Tenía todo lo que podía desear, vivía en una casa enorme donde cualquier susurro producía eco. Se entretenía leyendo, jugando o mirando por la ventana. Los pocos que la vieron entre las cortinas extendieron el rumor de que el fantasma de una chica habitaba el palacio, y que por eso la familia real dejó de visitarlo. Ella misma se enteró en una de sus visitas a la biblioteca, cuando su padre ya dejó que saliera sola. No pudo evitar reírse.

Pero cuanto más tiempo pasaba fuera del palacio más notaba algo en falta. Veía a los chicos de su edad jugando, divirtiéndose juntos. No tardó en comprender que se sentía sola. Pero conocía la forma de solucionarlo. Su padre siempre le daba todo lo que deseaba.

El hombre vivía en el salón principal. Sólo salía de allí por las noches, para seguir reuniendo dinero para su hija. Del resto se encargaba Marina. Ella lo encontró sentado en una butaca frente a la chimenea.

—Papá—comenzó—, quiero un hermano.

Y el hombre se levantó y abrazó a su hija.

—Pues tendrás un hermano—le juró.

Al día siguiente, lunes, el hombre salió temprano del palacio. Cuando regresó, lo hizo con un niño de la mano al que le resbalaban lágrimas por la mejilla. Marina se lo llevó a su habitación, con los juguetes y los libros, para intentar animarlo, pero no logró nada. El niño estaba demasiado triste para jugar. Así que el hombre, una semana después, lo encerró en un cuarto y salió a buscar a alguien que cumpliese su propósito. Volvió con otro crío con la misma edad y las mismas lágrimas que tampoco quiso ser el hermano que su hija tanto quería. Al ver que pretendía ir a por el tercero, Marina lo cogió por el brazo.

—Papá, ya está bien. No hace falta que sigas.

Pero ya era tarde. El hombre tenía que darle todo lo que ella quería. Lo había jurado.


Su historia me dejó sin palabras, o quizá fuese que incluso mientras me la contaba no había perdido la sonrisa. Me miraba esperando que hiciese algo. Mi cerebro me había abandonado.

—Tengo que irme—acerté a decir.

—Aquí te espero—respondió.

La dejé allí, dando patadas al aire.

Llegué tarde otra vez. Isaac me abrió la puerta; parecía triste al verme. Intentó decirme algo, pero tenía prisa y le dejé con la palabra en la boca. Fui corriendo a clase; estuve a punto de echar la puerta abajo.

—Buenos días—dije. Sonia seguía sin venir.

El señor Sainz estaba sorprendido.

—Vincent, ¿qué haces aquí?—preguntó—. Pensé que no vendrías.

—¿Por qué no iba a venir?

—Creía que ya estabas enterado, pero parece que no—nunca había oído ese tono de tristeza en su voz, que le hacía parecer una persona distinta—. Ha llamado tu madre. Tu hermano ha desaparecido.

No sé cuánto tiempo estuve parado en el umbral de la puerta. Tampoco me acuerdo de cómo salí de allí. Lo siguiente que sé es que estaba mirando a Marina.

—Llévame con él.

Una afilada roca de la gruta me rasgó la manga de la camiseta. La cueva era fría y oscura, tal y como me la había imaginado durante el relato de Marina. Las escaleras estaban mojadas, resbalaban, y no había dónde sujetarse. Realmente agradecí el cruzar la puerta de la cocina.

—¿Dónde están los niños?—pregunté.

Marina me guió. Subimos al primer piso. El eco de nuestros pasos resonaba por todo el palacio. Temía que su padre nos oyese y saliese a buscarme. No sabría reaccionar.

Ella giró en una esquina y abrió la primera puerta. Allí estaban Carlos y los otros niños jugando con una consola. Al verme, Carlos vino corriendo.

—Ya pasó—le dije—, pronto volverás a casa.

No había rastro de mi hermano, ni ellos lo habían visto. Los acompañé a la puerta de atrás; la principal estaba cerrada con llave. —Salid de aquí, buscad a un policía y decidle dónde habéis estado. Os llevará a casa—los tres asintieron y echaron a correr camino abajo—. ¿Sabes dónde puede estar mi hermano?

—Espera, se lo pregunto a mi padre—Y antes de que pudiese pararla, Marina entró a buscarlo.

La seguí hasta el salón principal. El hombre ocupaba una cómoda butaca frente a la chimenea. Había encendido un fuego y se entretenía observando el crepitar de las llamas.

—Hola, papá—saludó ella.

—Tu hermano te espera en tu habitación—le respondió él. Tenía una voz fuerte, grave y rasgada.

Ella me miró. Asentí con la cabeza. Marina fue a buscar a David. Quise ir tras ella pero un ruido me detuvo. Su padre se revolvió en su asiento. Le vi ponerse de pie lentamente. Su mirada me paralizó. Tenía el pelo largo y enredado y la barba mal recortada. Su abrigo estaba viejo y raído

—¿Quién eres?—gruñó.

—Soy Vincent—tartamudeé—, un amigo de su hija.

—¿Y qué haces aquí?

Se movía a mi alrededor, controlando mis movimientos. Tenía miedo hasta de respirar.

—He venido a buscar a mi hermano.

—Aquí no está—escupió, buscando la comodidad de su butaca—. Lárgate y no vuelvas.

Debí hacerle caso, debí irme de allí y olvidarme del hombre que habitaba el viejo palacio y de su hija. Debí seguir con mi vida. En su lugar, sacando valor de donde no lo había, me quedé ahí plantado sin apartar la vista del hombre que se planteaba seriamente matarme.

—Claro que está aquí—le grité—. Te lo llevaste esta mañana, a él y a otros, como si te pertenecieran por derecho. He venido a llevármelos, y no me lo vas a impedir.

—¡Le pertenecen a Marina!—apenas dos centímetros separaban su cara de la mía. Con cada palabra disparaba un proyectil de saliva—. Se quedarán aquí. ¡Ella los quiere aquí!

—¡Ni ella los quiere aquí ni ellos quieren quedarse! Me los llevaré, aunque tenga que traer a la policía conmigo.

El hombre dio un paso atrás. Parecía que toqué el punto. Había encogido un par de centímetros y se sujetaba el estómago como si le ardiese el infierno en su interior. Eché a andar a la salida. —¡No te la llevarás!

Me giré al oír su grito, justo a tiempo para tener un primer plano de cómo se abalanzaba sobre mí. Sus manos se cerraron en torno a mi cuello, levantándome con facilidad. Apretaba con toda su fuerza y rabia. Trataba de matarme, y si no hacía algo pronto iba a conseguirlo.

Ocurrió todo en un instante, tan rápido que no me di cuenta de lo que pasaba hasta que hubo terminado. Le mordí el dedo, abriéndole un corte profundo. La sorpresa y el dolor hicieron que me soltase. Con el sabor de su sangre de la boca le di una patada. El hombre retrocedió un par de pasos. Corrí hacia él descargando un fuerte empujón sobre su pecho. Se tambaleó, tropezó. Cayó. Su cabeza golpeó la pared de la chimenea, se derrumbó hasta acabar entre el fuego. Algunas brasas saltaron. Supe que no iba a levantarse.

Estaba recuperando el aliento cuando ella llegó. Marina se detuvo en el umbral de la puerta. Me miró a mí primero, y luego al cuerpo inerte del hombre al que había aprendido a querer como a su propio padre. Se llevó las manos a la boca antes de empezar a llorar.

Corrió junto a su padre. Yo contemplaba la escena sin saber qué hacer. Decidí dejarla a solas, por lo menos unos minutos. Iba a salir cuando noté algo raro. Había más luz en la sala. Me di la vuelta y lo vi. Las brasas habían propagado el fuego.

—¡Marina!—grité.

No respondía, estaba en shock. Tiré de ella varias veces intentando hacerla reaccionar, pero no había manera. La cogí en brazos como pude y eché a correr, con ella intentando con todas sus fuerzas regresar junto a aquel cuerpo por el que trepaban las llamas.

Mi hermano esperaba fuera. Nunca le había visto tan contento de verme. Dejé a Marina en el suelo, sentada. Se había derrumbado por completo. Esperamos allí hasta que llegó la policía. Cuando nos fuimos, las llamas devoraban el palacio.

A la mañana siguiente la foto del incendio era portada de todos los periódicos nacionales. El titular solía incluir las palabras “secuestrador”, “palacio” y “llamarada”, en relación a la enorme columna de fuego que se vio cuando las llamas alcanzaron el tanque de gas. No se nos mencionaba ni a mí ni a Marina; se lo pedí al policía que me llevó a casa y parece que lo consiguió.

Una semana más tarde volvía a estar parado frente al mar. Quedaba media hora para que yo entrase a clase, y disfrutaba de la brisa marina y de las vistas de la fábrica cuya luz roja me recordaba al ojo de un gigante. Parecía tranquilo, como si ya no quisiera comerme. Me despedí de él con un gesto y me fui. Tenía que ir a recoger a Sonia para ir a clase. Me mataría si la obligaba a llegar tarde el día de su regreso.

Los niños regresaron a sus casas. Un psicólogo dictaminó que, pese al trauma que habían pasado, ninguno de ellos tendría secuelas. Apenas unos minutos después de haber salido de la consulta estaban jugando en la calle con un grupo de chicos y su pelota.

Y Marina… La llevaron a un orfanato. Quise ir a verla, pero cuando llegué me dijeron que no me conocía y me pidieron que me fuese. Pude verla a través de la ventana. Tenía la mirada triste y había perdido su sonrisa. Lo último que supe de ella es que una pareja, después de que su historia les ablandase el corazón, la adoptó y se la llevó lejos de allí. No volví a verla. Me acuerdo de ella todos los días, de la sonrisa que perdió y del misterio que la envolvía.
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martes, 18 de diciembre de 2012

Afortunado

Estas fechas me ponen sentimental.

Para un recuerdo

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Somos afortunados, vamos a morir. Y eso hace que nuestro tiempo fuese especial, cada segundo. Por eso me gustaba pasar tiempo hablando contigo, pues tú hacías que sea especial.

Tú, que eras capaz de arrancarme una sonrisa con tan solo una palabra.

Tú, que me dabas un motivo por el que levantarme.

Tú, que eras un sueño hecho realidad.

Soy afortunado porque voy a morir, y por haberte tenido.
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martes, 27 de noviembre de 2012

Alma en llamas, capítulo X

Hoy he terminado el relato que presentaré a un concurso literario. El premio: 1500€ y la publicación. Casi un sueño.

Así que, para celebrarlo... otro capítulo de esta cosa xD.

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—Vamos, hombre, por favor.

Era un viernes por la mañana, de finales de marzo. Frío como pocos. En el patio, durante el recreo, David y yo nos refugiamos en una de las esquinas del colegio, cubiertos por los abrigos. Allí aprovechó para suplicarme por un favor, aunque no lograba entender de qué se trataba.

—No lo comprendo. ¿Para qué necesitas que te acompañe yo, si ya vas a ir con una chica?

—¡Porque su padre no le deja estar a solas con un chico!

—¿Y cómo os habéis visto hasta ahora?

—A escondidas—dijo—, pero ahora ya está cansada.

—Sigo sin entender por qué mi presencia te ayudaría. Si no le deja estar con uno, imagínate con dos. —David abrió la boca para responder. Sabía que seguiría insistiendo hasta que aceptase; podía llegar a ser muy pesado. Al final accedí—. De acuerdo, iré. Pero me debes una, y me la pienso cobrar.

El edificio era muy antiguo, la pintura de la fachada se había caído casi por completo. La gárgola que coronaba la construcción perdió la mitad de su rostro antes de que yo naciera; ahora vestía un manto de excrementos de paloma. De la puerta principal no quedaba más que un trozo de madera sujeto por las bisagras que no impedía el paso a nadie.

—Sí que has tardado mucho en pedirme este favor.

David miraba con temor el edificio al que yo pretendía entrar, calculando las posibilidades de que las grietas se uniesen de golpe y se cayese la construcción. Era el cuarto edificio que revisábamos; normalmente mirando buzones o preguntando a las porteras. Éste carecía de ambas.

—¿Habrías venido si no te hubiera obligado? —pregunté antes de entrar.

No me respondió. Me siguió a duras penas por unas escaleras de madera carcomida que crujían bajo nuestros pies amenazando con abrirse y tragarnos. La única luz que había se filtraba entre las grietas de la fachada; yo no sabía si dar las gracias o maldecir por ello. En los rellanos podía intuir los túneles oscuros que antaño habían guardado muebles, familias y recuerdos que habían huido años atrás.

Al fin alcanzamos el último piso, el único que contaba con una débil puerta que impedía el paso. David suplicaba que siguiésemos el ejemplo de los vecinos y pusiéramos tierra de por medio entre el edificio y nosotros.

El tiempo que pasó entre que llamé a la puerta y esta se abrió me pareció eterno. Nos quedamos quietos, esperando inmersos en el eterno silencio que dominaba la cavernosa y abandonada construcción hasta que el eco de unos pasos, lentos como quien posee todo el tiempo del mundo, lo rompieron. La puerta se abrió con un chirrido, mostrando la figura de una mujer fugada de un sueño.

El pelo, arrancado del cielo nocturno para enmarcar su rostro, se ondulaba ligeramente a la altura de sus hombros. Los ojos eran oscuros, pozos sin fondo que te atrapaban al menor descuido. Los finos labios mostraban unas pequeñas arrugas que revelaban que en aquella boca había brillado una sonrisa casi eterna, ya apagada. Sus formas se veían atrapadas en un lujoso vestido de color carmín, que hacía de aquella mujer el manjar más exquisito de la faz de la tierra. Nos examinó con una mirada que podía ver el alma; primero a David, cuya mandíbula se había desencajado de la sorpresa, y luego a mí. Giró sobre sí misma, satisfecha tras su revisión, y se internó hacia la inmensa oscuridad que dominaba el interior de su apartamento.

El piso era pequeño, sin más puertas que la de la entrada principal. Intuí las formas del mobiliario y, a través de ellas, a qué habitación correspondían. Conté un baño, una cocina, una habitación y el salón donde ella nos esperaba. Las persianas estaban echadas, pero el tiempo y el viento habían terminado por abrir agujeros aquí y allá que permitían que la luz del sol se colase. Con estos fragmentos pudimos encontrarla al amparo de un cigarrillo que disfrutaba sentada en una butaca, la única. A su espalda se alzaba una inmensa estantería que abarcaba toda la pared y en la que no entraba ni un solo alfiler. Ocupamos el sofá de las pocas visitas, que se quejó bajo nuestro peso y escupió una nube de humo. Nos separaba una cómoda sobre la cual reposaban una vela, un libro encuadernado en piel cuyo título quedaba fuera de mi alcance y un cenicero en el que no entraba ni una colilla más. No había televisión ni radio ni una simple bombilla. En aquella casa nunca se oyó el zumbar de la electricidad recorriendo cables de cobre o el ensordecedor timbre del teléfono.

Esperamos en silencio durante un minuto. En ese espacio de tiempo, David se dedicó a incrementar el tamaño del charco de saliva que se formaba bajo sus pies. Era totalmente incapaz de apartar la mirada de nuestra anfitriona, tan ocupada en jugar con el humo del tabaco que parecía ser incapaz de vernos. Me centré en intentar leerle el pensamiento a partir del pulso, de los ojos. Intentaba averiguar qué significaba aquel amago de sonrisa en la comisura de los labios.

—No deberíais haber venido—dijo al fin.

Lucía tenía un timbre de voz que se te colaba por los oídos y causaba estragos en la cabeza; conseguía que dudases de todo lo que sabías, conocías y creías cierto. Con su voz y una sonrisa podría haber convencido a toda la Iglesia de que la tierra era tan redonda como una pelota de fútbol.

—¿Ves, Javier?—me soltó David por lo bajo. Aquellas palabras le sacaron de su mundo de ensueño—. Deberíamos irnos.

Negué con la cabeza. Lucía rió; una carcajada vacía, típica de quien ha olvidado cómo hacerlo. Dejó que se consumiese el cigarro y encendió otro; durante su historia deduje que para ella el tabaco era como su alimento, una droga que acallaba los malos recuerdos y expulsaba a los demonios por el módico precio de unos minutos de su vida. Terminaba uno y encendía otro; el humo ocupaba toda la habitación. Sus palabras lo moldeaban, creaban imágenes que contaban su historia.

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lunes, 1 de octubre de 2012

Sannie en el país multicolor

Me aburría un día...

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En un país multicolor, iluminado por un sol verde, una chica con un vestido a cuadros morados y negros paseaba, saltando por un camino de color rojo. El viento hacía que su pelo rubio ondease levemente; sus ojos azules hechizaban a todo aquel que…

San: Leo…

Narrador: ¿Sí?

San: Te veo venir. Más te vale que al doblar la esquina no me encuentre con un ejército inquisitorial dispuesto a quemarme viva al grito de “¡Muere, Sue, muere!

Narrador: ¿Y si lo hay?

San: Te meteré una bombona de butano por el culo.

Narrador:…

San:…

… y al llegar al cruce, San tomó el camino azul. Paseando, le dio una patada a una piedra, que golpeó en el ojo a un conejo a rayas rosas y grises antes de caer a un charco. Ella corrió hacia el animal, abrazándolo contra su pecho.

San: Pobre conejo.

Conejo: Sí… pobre de mí.

Y así fue como San se hizo la cicatriz con forma de diente de conejo en la teta derecha. Fin.



¿Cómo que no he terminado mi servicio comunitario? ¿Acaso contar esta parida no basta? Ah… que debo contarla hasta el final… Dios, no debería gastar la broma de la caca de perro en una bolsa de papel en llamas y ponerla frente a una comisaría. El conejo salió corriendo al ver la cara de mala hostia de San.

San: ¡Te voy a guisar vivo!

Y mientras lanzaba maldiciones al aire, una figura misteriosa surgió del agua.

Figura misteriosa: Hola, mi dama. He esperado durante eones en estas aguas, hasta que alguien me llamase. Y ahora que vos lo habéis hecho, por lo que, debo deciros, estoy muy agradecida…

San: Corta el rollo.

Figura misteriosa: ¿Perdón?

San: Que dejes de darme la plasta y me des ya mi regalo.

Figura misteriosa: ¿Regalo?

San: Sí, claro. En todas las historias de este tipo, el ser que surge del agua por X motivo siempre le da un regalo a quien lo sacó de ahí. Y como esto no es más que un plagio barato, lo lógico es…

Figura misteriosa: Pues te jodes, no hay regalo.

San: Vaya por dios.

Figura misteriosa: En fin, por dónde iba… Ah, sí. Estoy aquí porque al narrador no le sale de los cojones hacer otro self-insert para decirte por qué mierdas estás aquí. De hecho, la historia debía acabarse con lo del conejo, pero te enfadabas si lo hacía, así que se inventó esta basura. Y por eso soy tan malhablado/a.

San: ¿Malhablado/a? ¿Leo, eres hermafrodita?

Narrador: No, idiota, es que la figura misteriosa esa es asexual. Y deja de dirigirte hacia mi persona, que queda fatal.

San: Vale, vale. ¿Y qué he de hacer?

Figura misteriosa: Tu misión es viajar hasta el volcán de Tu-fur-ciamadre para allí destruir la piedra Quetepenetren en el fuego de su interior.

San: ¿Andabas inspirado, eh?

Narrador: Cállate.

Figura misteriosa: Ala, aquí tienes la puta piedra. Y ahora tira. Y que no te vuelva a ver, o te inserto en KHM para que Wk te banee con su mazo rosa.

Con una misión ya definida, San se encaminó por el paseo morado hacia el volcán de nombre absurdo. Saltaba tranquilamente, canturreando una canción sobre un robot unicornio gay, cuando se encontró con alguien.

San: Coño, Nei, ¿qué haces tú aquí?

Neissa: A Vicky no le apetece inventarse personajes. Así que me ha dado esta espada y me ha plantado aquí a esperarte. En teoría había una historia trabajada del porqué, pero era demasiado aburrida.

San: ¿Por qué tú puedes llamarle “Vicky” y yo no?

Neissa: Porque yo puedo arrearle collejas y tú no.

San: Aaaanda.

Y las dos chicas comenzaron a andar.

San: ¿Y por qué vienes?

Neissa: Ah, cierto. Estoy aquí para ayudarte. Por lo que parece, el viaje incorpora peligros que podrían matarte y necesitas protección.

San: ¿Y te manda a ti para que mueras por mí? Joder, Leo quiere matarte.

Narrador: Un poco, sí.

Neissa: Verás mañana en clase.

Pero entonces, una bestia enorme apareció ante ellas. Tenía unas garras enormes y afiladas y unas alas que abarcaban estadios. Su cara, blanca como la nieve, sonreía con una mueca prepotente y burlona.

Bestia: Got a problem?

Neissa: Capullo…

La guerrera dio un paso al frente. Mal dado, porque la bestia alzó una pata y la aplastó. Tan mala suerte tuvo el pobre animal que la espada se clavó entre sus dedos, alcanzando su único punto débil y muriendo en el acto.

Neissa: Creo que ya me ha matado.

San: Sí, eso creo.

Neissa: En fin, ya cumplí mi misión. Ahora vete, mañana ajustaré cuentas con Vicky.

Y San continuó su viaje, tan feliz de la vida. Llegó hasta la base del volcán, donde se encontró con otra cara conocida.

San: ¡Alitaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaas!

Ann: ¡¡Saaaaaaaaaandíííííaaaaaaaaaaa!!

San: ¿Qué haces tú aquí?

Ann: No lo sé. Leo no me ha avisado.

Narrador: No estabas.

Ann: Pues me avisas antes.

Narrador: No, que se me olvida la trama absurda.

Ann: Este tío… Bueno, al tema. Que he de ayudarte a llegar hasta la cima.

San: Ah, vale. ¿Tú no tienes armas?

Ann: No, ninguna.

San: Ah…

Empezaron a escalar. Sin esfuerzo, alcanzaron la cima en unos minutos. Pero antes de estar a salvo, San resbala.

Ann: ¡Cuidado!

Heroicamente, Ann se lanza, consiguiendo que San se agarre y pueda terminar de subir. Sin embargo, ella no puede salvarse, y cae rodando ladera abajo.

Ann: ¡Leo, capullo!

Narrador: Me lo dicen mucho.

Y cuando llegó al suelo, murió. Y San siguió caminando como si nada.

Narrador: ¿No te importa que haya matado a Ann?

San: Eres tú quien escribe lo que hago. Si tú no haces que me importe su muerte… difícil lo veo.

Narrador: Cierto, cierto.

Al final, llegó al final de la cueva. Hacía calor, mucho. La ropa de San empezaba a quemarse…

San: Leo, como acabe en bragas, te ataré, amordazaré y entregaré a Ellios.

… pero pronto para. San avanza hasta el borde de la pared y mira al fondo.

San: ¿Y sólo he de lanzar esta piedra y ya? Qué bien.

Y la deja caer. Después, gira para volver sobre sus pasos. Se para al escuchar algo. No estaba sola.

San: ¿Quién anda ahí?

Narrador: Que lista. Como si el malo maloso fuese a responder así.

Y una criatura empuja a San al interior del volcán. Y mientras arde se oye una cancioncita de tono infantil, cuya letra dice algo que suena como “Duele, Rue, duele”.

San: ¡Capullo!

Shadow: Gracias por distraerla, León, así pude tirarla. ¿Nos vamos de cervezas?

Narrador: Mmm…

Misteriosamente, una fuerza invisible empuja a Shadow a la lava.

Y así, ahora sí, termina la historia.



—Leo… Leo, despierta

— ¿Si?

—¿Ya estás despierto?

—Hola, hermanita, ¿Qué haces aquí?

León abrió los ojos y miró a su alrededor. Frente a él se encontraban Neissa, Ann y San, las tres armadas con bates, microondas y una bombona de butano.

—Vamos a agradecerte lo que nos dedicaste mientras dormías, sin duda, bajo los efectos de una droga—dijo San mientras, lentamente, le bajaba los pantalones a León mientras las otras dos lo sujetaban. Regodeándose con ello, acercó la bombona hasta él…
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