jueves, 15 de octubre de 2009

Venganza

Una historia con muy posible continuación.

Para Bea, que hoy le salen más arrugas.
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—No es un sueño, es la vida —dijo el cardenal Amaury, mirando a los ojos a su hermano—. Una vida que, para vos, se acaba.

La habitación, iluminada por la anaranjada luz del amanecer, se tiño de sangre. La espada del cardenal rebanó la cabeza del rey, que rodó por el suelo. Se detuvo junto a la cama tras dejar un rastro de sangre por donde había pasado.

Amaury limpió el líquido rojo que manchaba su filo de plata en las ropas de su hermano decapitado y escupió sobre su cuerpo inerte.

—Adiós, majestad —rió, antes de abandonar la alcoba.

El silencio sepulcral que la muerte del rey había provocado en la habitación se rompió con un llanto. De debajo de la cama salió un niño, de apenas diez años, con el pelo rubio. Sus ojos, marrones y llenos de lágrimas, se cruzaron con los de su padre, inertes e incapaces de volver a ver. Alain, que así se llamaba el niño, se secó las lágrimas y abandonó la alcoba corriendo.


Era una noche cerrada, sin luna. Del gran salón surgía una música de festejo, en honor al nombramiento del nuevo rey. Tras el fallecimiento del anterior monarca, su hermano sería el sustituto en el trono. Amaury presidía la mesa principal, controlándolo todo con unos ojos oscuros que ocultaban sus pensamientos al mundo. Su lucha contra el tiempo le había dejado un rostro arrugado y un pelo blanco como la nieve. Observaba a las parejas bailar, riendo por dentro.

En unos minutos sería rey.

La música se detuvo. Las puertas se abrieron, dando paso a un hombre que porteaba una corona de oro y joyas. Las puertas se cerraron tras él. Las parejas se situaron en sus respectivos asientos, de pié. La corona llegó hasta la mesa principal. La rodeó. Un sacerdote la cogió. La alzó y la bendijo. Amaury se levantó. Había llegado el momento…

—¡¡Alto!!

Las puertas se abrieron de un fuerte golpe. Con paso firme, Alain entró en el salón, seguido por su tutor Bernard, que portaba una espada desenvainada. Las gentes murmuraron.

— ¿Por qué osáis interrumpir la ceremonia, príncipe? —preguntó el sacerdote.

—Porque ese hombre no puede ser rey —respondió Alain con voz firme—. Un hombre que mata a su propio hermano por avaricia no está preparado para gobernar.

Los murmullos cesaron de golpe. En silencio, las miradas del cardenal y del príncipe se cruzaron. Nadie en la sala pudo negar que en esos ojos sólo había odio.

El sacerdote les miró a ambos, preguntándose qué hacer. Amaury asintió, sonriendo. El sacerdote posó la corona sobre la cabeza del cardenal, con una sonrisa maliciosa y que sonaba a oro. La ceremonia había terminado.

—Yo, Amaury de Draizar —dijo el nuevo rey, con una voz grave y autoritaria—, por la presente, os declaro culpables de traición. El castigo —se detuvo, regodeándose en el momento —es vuestro destierro.
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jueves, 8 de octubre de 2009

Alma

Como me cunden las clases de Filosofía. No aprenderé nada, pero a este paso me haré rico publicando estas historias.

Para Gonzalo, que hoy se nos hace viejo
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Hundí mi espada en su pecho, repugnándome a mí mismo por haber manchado el filo de mi arma con su sangre. Ya eran noventa y nueve muertos. Noventa y nueve almas que me acosarían en sueños el resto de mi miserable vida. Esa era la vía del guerrero, el camino que yo, inconscientemente, había elegido. Matar por vivir un día más.

Monté en mi caballo y me alejé de aquel pueblo, arrasado por orden de un rey avaricioso que sólo ansiaba más riquezas. De niño soñaba con viajar sin más compañía que mi montura y mi arma, vivir con honor. Ahora mi espada servía a un propósito injusto.

Mis sueños de niño habían sido aplastados por la cruda realidad, de la misma forma que el fuerte oprime y se aprovecha del débil. Mis nobles propósitos no tenían cabida en un mundo que prefiere la riqueza al honor. Que se vende por cuatro monedas.

Alcé la espada, que aún tenía el filo teñido de sangre. Pesaba aún más que cuando la cogí por primera vez, hace ya años. Cargaba con el peso de la culpa en su hoja. La examiné, buscando en ella la solución para aliviar mi pesar.

Me dio una respuesta.

Hundí mi espada en mi propio pecho. No hubo dolor, sólo alivio inmediato. Ya eran cien muertos. Cien almas que, ahora, eran libres.
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domingo, 4 de octubre de 2009

Soñar

La hoja en blanco del word sólo me ha dicho esto.

Para ella. Sí, cotillas, no hay más explicaciones. Ella sabe de sobra quien es.
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Sus ojos azules se clavaban en los míos, tratando de leerme. Mis ojos se clavaban en los suyos, incapaz de pensar en nada. En aquel momento no existía.

Ansiaba permanecer así el resto de mi vida, ver el mundo a través de sus ojos. Si aquello era un sueño, no quería despertar. Si aquello era morir, que se llevase mi alma.

Parpadeo. Vuelvo al mundo real, o al sueño. Ya no sé distinguirlo. Demasiado real para ser un sueño, demasiado perfecto para ser real.

Caminamos. Mi brazo toma vida propia. Se apoya en sus hombros. Ella posa su cabeza en el mío. Cierro los ojos. Siento a la gente mirarme, susurrar. Ya no me importa lo que digan.

Paramos. Nos volvemos a mirar. El tiempo se detiene. Da un paso. Otro. La oigo hablar. No la entiendo. Me paralizo.

Une sus labios a los míos.

Y entonces descubro que no es un sueño. Que es real. Que ocurre.

Que los sueños pueden hacerse realidad.
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