viernes, 23 de abril de 2010

Viuda negra

Segundo premio del oncurso literario de mi instituto. Por lo visto, los jueces ya me conocían xD
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—No... No... ¡Ahora no!

El coche se detuvo. John trató de arrancar el motor varias veces, sin éxito. Furioso, descargó su ira contra el volante, acompañando cada golpe con una maldición. Las luces iluminaban un cartel cercano en aquella noche, prácticamente una oscuridad total. La estación de servicio más cercana estaba a unos cinco kilómetros.

Un relámpago cruzó el cielo. John cogió el móvil, que estaba sin cobertura. Se bajó del coche y lo lanzó con todas sus fuerzas. El aparato se perdió en aquella noche lluviosa. Abrió el capó del automóvil. El motor le obsequió con una nube de humo, que le hizo retroceder tosiendo. Arremetió contra el vehículo, golpeándolo hasta sentir el dolor.

John retrocedió, mirando a su alrededor. Sus ojos buscaban cualquier fuente de civilización o un lugar que le permitiera resguardarse de la lluvia. Encontró un punto de luz anaranjada, proveniente de un gran edificio muy cerca de él. Se cubrió con su chaqueta de cuero, recordando en ese momento el dineral que le había costado la prenda, y echó a correr.

El llamador, una cabeza de gárgola hecha de metal oxidado, chirrió cuando golpeó la puerta con él, después de descubrir que la casa carecía de timbre. Mientras esperaba, su mirada recorrió la fachada de la casa, construida con madera y piedra, que parecía a punto de caerse. Bajo la escasa iluminación que había esa noche, la mansión tenía un aspecto tétrico.

La puerta de madera emitió un estridente ruido al abrirse. John se encontró ante un hombre alto, calvo, con cara de póker y que vestía un esmoquin impecable. Sin duda, un mayordomo. Haciendo un gesto, lo invitó a entrar.

El recibidor era una gran estancia circular. Estaba iluminado por la misma luz anaranjada que atrajo a John a la casa. Tenía tres puertas, a través de una de las cuales había entrado, las otras dos cerradas; colgaba una gran lámpara del techo, de donde surgía la luz, eliminando toda sombra en la habitación. En la pared que quedaba frente a la entrada, una escalera al piso superior por la cual descendía ella.

Aquella mujer llevaba un vestido negro que contrastaba con su pálida piel. Su pelo rubio ondeaba en cada uno de sus movimientos, y su mirada azul leía el rostro de su invitado con diversión. Desprendía una suave fragancia que John no supo identificar. Él observó en silencio cada uno de los pasos de su anfitriona, hasta que apenas unos metros les separaban.

—La señorita Isabella —dijo el mayordomo.

—John Ámsterdam —se presentó el invitado, besando su mano.

—Está usted empapado —observó Isabella. Tenía una voz dulce—. Bernard, prepárele un baño y ropa limpia a nuestro visitante.

—Enseguida, señorita.

John siguió al mayordomo escaleras arriba, mientras su mirada continuaba clavada en aquella mujer. Ella se dirigía hacia una de las puertas. Antes de cruzar el umbral, Isabella le lanzó una mirada que habría derretido un iceberg.

El mayordomo le precedió hasta una habitación con las paredes forradas de espejos y una gran bañera en el centro. Dejó a John solo, quien se desvistió y se metió en el agua. Frente a él, un hombre con su mismo pelo negro y su mismo rostro le miraba. Sin embargo, los ojos marrones de su reflejo tenían un extraño brillo. Jurándose que era un producto de su imaginación, John se dedicó a ensayar esa sonrisa de galán conquistador con la que tantas chicas habían caído en sus tiempos de instituto. Esta noche, Isabella sería suya.

El mayordomo se llevó la ropa empapada, dejándole un traje como sustituto. Se vistió y salió en busca de su anfitriona. Siguiendo su instinto, regresó al recibidor y abrió la puerta por la cual la pálida dama había desaparecido. Se encontró en un lujoso comedor iluminado por la luz de una gran lámpara de araña. En su centro exacto, y bajo la fuente de la iluminación se encontraba una mesa preparada con la cena de dos personas. Isabella ya estaba sentada.

—Le esperaba —saludó, indicando con la mano que tomas asiento. John obedeció, quedando frente a ella.

Tomó la cuchara y probó la sopa, aún humeante. Tras saborearla, vació el plato bajo la atenta mirada de la dama, que se limitaba a sonreír.

— ¿No coméis? —preguntó John.

—Oh, no tengo hambre —respondió ella, jugando con un cuchillo.

El mismo mayordomo trajo el segundo plato cuando John dejó caer la cuchara. El chuletón le resultó delicioso. Isabella tan sólo probó el vino, cuyo color recordaba al de la sangre, mientras esperaba a que su invitado acabase. John dejó los cubiertos sobre el plato y blandió su mejor sonrisa de galán conquistador.

—He terminado—dijo—. Una cena deliciosa.

Ella se puso de pié, indicando con un gesto que la siguiera. Su anfitriona lo guió hasta las habitaciones del piso superior.

—Esta es su habitación—. Abrió una puerta, precediendo a John a través de ella. El dormitorio disponía de una cama de matrimonio con dosel y una mesilla a cada lado, además de una cómoda y una puerta que franqueaba el acceso al aseo—. Espero que su estancia sea agradable.

Y John decidió que aquél era el momento. Avanzó, situándose a apenas unos centímetros de su rostro. Se cargó con todo su valor y se aprovechó de esa pequeña chispa de deseo que encontró en los ojos de su anfitriona.

—Mi estancia resultaría más agradable si esta noche contase con vuestra compañía—dijo, antes de besarla.

Se dejaron caer en la cama, arañando sus cuerpos. Les guiaba una profunda lujuria en aquella habitación, apenas iluminada por una tintineante luz anaranjada, que pronto se apagó. Los destellos de la tormenta fueron la única iluminación de la que dispusieron mientras se aprendían el cuerpo del otro.

***

John despertó desnudo y solo. Se sentó en la cama, tomándose un momento para situarse. Tras recordar lo sucedido se dejó caer, riendo. En el exterior aún era de noche.

Trataba de volver a dormirse cuando oyó un chirrido. La puerta estaba abierta. Isabella debía haberla dejado así al irse. Se levantó, sintiendo los restos del dosel que ella había arrancado, y la cerró, para volver a meterse entre las sábanas. Cerró los ojos.

Y de nuevo el silencio de su habitación se rompió por culpa del mismo sonido. La puerta se abría lentamente, dejando ver unos brillantes ojos al otro lado. John parpadeó, tras lo cual buscó de nuevo aquellos puntos de luz. Habían desaparecido. Él se puso los pantalones y salió al pasillo.

— ¿Isabella? ¿Bernard?—llamó, sin obtener respuesta.

Regresó a la habitación. Con la mano aún en el pomo, escuchó un eco repetitivo. Pasos. Alguien se acercaba. John se quedó mirando al final del pasillo, donde, en unos instantes, ese alguien aparecería.

Nadie dobló la esquina. Y, sin embargo, los pasos no se detuvieron. Algo invisible al ojo pasó por su lado, acompañado de una suave brisa, y se alejó, rumbo al piso inferior. Sólo entonces se fijó John en el auténtico aspecto del pasillo, que daba la imagen de ser más un campo de batalla. Las puertas estaban destrozadas, las paredes se caían a trozos… Descubrió que el pomo de su puerta no tenía nada alrededor; la madera estaba esparcida por el suelo. Recogió uno de los trozos, el más resistente, y siguió los pasos escaleras abajo.

El viento azotaba el edificio, al borde del derrumbe. John se dirigió a la entrada principal, bloqueada por los escombros. En el cavernoso recibidor, seguir al eco de los pasos era imposible. Se sentó en la escalera, meditando que hacer. Escuchaba miles de extraños sonidos, que no lograba identificar. Incluso el silbido de una serpiente.

Un escalofrío recorrió su espalda. Decidió abandonar la mansión. John se lanzó a la puerta, tratando de apartar los escombros de la ahí. Tras darse cuenta de que la tarea llevaría demasiado tiempo, partió en busca de otra salida.

Sus pasos le llevaron al comedor, perpetuamente iluminado por la araña. Se sentía observado; una mirada gélida perpetuamente clavada en su espalda. Se adentró lentamente, examinando la estancia. Ni rastro de vida. Aun así, los restos de la cena seguían sobre la mesa. La única forma de acceder a la estancia, la puerta por la que él entró, se cerró de golpe. No se planteó la posibilidad de que no fuese causa de una ráfaga de aire hasta que unos poderosos brazos rodearon su cuello.

Trató de zafarse, sin éxito. Aquel ser resistía sus golpes con facilidad. John lo mordió, como último recurso. La bestia aulló antes de soltarlo. Entonces lo vio por primera vez. Se alzaba sobre unas patas famélicas, y lo compensaba apoyándose sobre sus manos. Su cuerpo cubierto de pelo. Su hocico sobresalía, mostrando sus colmillos. Miraba con unos ojos inyectados en sangre.

John retrocedió hasta dar con la pared. Su cuerpo entero temblaba a cada paso que daba la criatura hacia él. El ser rugió antes de lanzarse hacia John, que intentó golpearlo con el trozo de puerta que portaba. La madera, debilitada por la humedad, se rompió sin causarle daño alguno. La bestia lo alzó sin dificultad, agarrándolo por el cuello. John no podía respirar…

Todo acabó de repente. En un último intento, John clavó su trozo de madera, que ahora recordaba a una pequeña estaca, en el cuerpo de aquel ser. La bestia se alzó, lanzando un estremecedor rugido antes de caer de espaldas sobre la mesa. El invitado se tomó un segundo para recuperar el aliento antes de acercarse al cuerpo. Se estremeció al ver su rostro, ahora cambiado.

Miraba a los ojos de Bernard.

John echó a correr, recorriendo su cuerpo el miedo. Cruzó el vestíbulo, lanzándose contra la puerta opuesta al comedor, que cayó al suelo sin oponer resistencia. La madera ocultaba una escalera que descendía en espiral. Consciente de que si bajaba por ahí moriría, decidió buscar otra salida. Al girarse, su cara se topó con un puño con suficiente fuerza para dejarlo inconsciente.

Despertó. Se encontraba en una habitación húmeda, iluminada por el fuego de unas antorchas. Una mazmorra. John trató de levantarse. Descubrió que estaba atado de pies y manos, incapaz de moverse. De su brazo salía un tubo que se llevaba su sangre lentamente a un lugar fuera de su campo de visión.

— ¿Ya has despertado? —dijo una voz a su espalda.

Isabella lo miraba. Cubría su cuerpo con una fina tela negra, que daba la impresión de desnudo. A la luz del fuego resaltaba aún más su palidez. Su eterna sonrisa mostraba ahora sendos colmillos.

— ¿Qué es esto? —preguntó él, mirando el tubo.

—Pronto—respondió ella, deslizando una mano por el pecho de su invitado— eso acabará por llevarse tu sangre para mi reserva personal. Morirás para alimentarme, John.

El sintió miedo al ver a la dama acercar los colmillos a su cuello. Quiso resistirse, romper las cuerdas y huir lejos de allí. Le faltaban las fuerzas para ello. Le faltaban las fuerzas hasta para sentir dolor. No llegó a oír las últimas palabras que Isabella le dijo, riéndose de su ingenuo invitado.
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sábado, 17 de abril de 2010

Ángel

Para mi pequeña
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La vi descender, simple, hermosa y pura. La vi descender, con su túnica blanca resplandeciente y sus alas desplegadas. La vi acercarse a mí, con sus brazos extendidos, cogiendo mi rostro con sus manos.

La vi, lentamente, acercar sus labios a los míos. La vi separarse, desaparecer entre la misma bruma de la que había surgido. Me vi siguiéndola, acelerando el paso a cada segundo al no verla. Gritando que se quedara.

Me vi quieto, incapaz de moverme. Me vi cubierto de sangre. Me vi a mí mismo sobre una camilla, mirando a ninguna parte. La vi acercarse de nuevo, pasar su mano por mi mejilla. Me vi siguiéndola, sin poder evitarlo, al fin del mundo.

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viernes, 2 de abril de 2010

Melodía

Por que a veces quisiera irme, perderme, siguiendo una música que no lleva a ningún lugar.
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— ¿Quién eres? —pregunté.

Ella me miraba fijamente, mostrando en sus ojos algo que no lograba captar. Sus manos arrancaban una melodía azul de su guitarra. La gente le lanzaba unas monedas a cambio de llevarse el silencio.

Nadie, aparte de mí, parecía darse cuenta de su presencia. Para ellos, la música no era más que una mendiga que tocaba para poder comer. Yo veía libertad bajo su sucia ropa. No agradecía las monedas; no parecían tener importancia. Pasase quien pasase, sus ojos no se apartaban de mí.

— ¿Qué quieres? —inquirí.

Ella no respondió. Siguió tocando. Dejó que su melodía me respondiese. Sus notas me mostraban mundos más allá de mi vida, lugares que sólo existían en mi imaginación. Sonreía cuando volví en mí. Su mirada me prometía un mundo nuevo.

—Llévame contigo— dije.

Ella se levantó. Sacudió las monedas que había en la funda de su guitarra y se la echó al hombro. Caminó hacia la puesta de sol, siguiéndola mis pasos.
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