viernes, 24 de septiembre de 2010

Versos

Apenas unas lineas. Palabras escritas con sangre, empleando como pluma una espada.

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Ven.
Déjame comprobar cuán afilada está tu espada,
muéstrame las heridas de tus batallas,
y después, enfréntate a mí.
Y que las palabras se las lleve el viento.


Aquí, con esta hoja,
forjada con acero y justicia,
arrepiéntete de tus pecados.
Y que encuentres felicidad en la muerte.


Cuando acabe con tu vida,
con este mortal filo
maldíceme eternamente.
Por que quien te arrebató tus esperanzas perdió las suyas.


Que tus falsas palabras se olviden,
que tus sueños mueran contigo.
Que tu alma impura sea libre.
Porque a partir de hoy nadie te recordará.

Cae en la oscuridad del olvido.

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miércoles, 22 de septiembre de 2010

Requiem

Algo que iba a publicar el mes que viene, una vez estuviera terminado, pero ya no hay ganas.

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A veces demasiado rápido, a veces demasiado lento, pero siempre en tu contra.
Intentas atraparme, en vano. Fluyo, escapandome entre tus dedos. Y tú, impotente, te detienes a mirar como me marcho, sin volver la mirada atrás y destrozándote a cada segundo. Llevándome lo mejor de tí y dejándote todo lo malo.

Por que yo soy el tiempo, y estoy hecho de la misma materia que tus pesadillas.
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jueves, 9 de septiembre de 2010

Sabueso. Las desapariciones de vagabundos

Es lo que tiene ver series de misterio londinense xD
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El sol del crepúsculo iluminaba las frías calles de Londres, aquella tarde de invierno. Una helada brisa agitaba las ropas de los transeúntes, que terminaban sus quehaceres diarios. Las sirvientas terminaban las compras, los niños jugaban en la nieve y algún noble disfrutaba de un paseo con su esposa. Todos y cada uno de ellos hacían caso omiso de los gritos que escapaban de un callejón cercano. En él, un grupo de hombres, borrachos tras una tarde de alcohol, apaleaban a un mendigo que se encogía en el suelo, pidiendo clemencia.

Solo hasta que el vagabundo escupió sangre, aquellos hombres se dieron satisfechos. Lo abandonaron allí, a su suerte, mientras buscaban una taberna donde celebrar su victoria. El mendigo se arrastró con las pocas fuerzas que conservaba hasta la calle principal. Allí, como de costumbre, nadie reparó en él. Sus palabras no tenían valor.

El errante se cayó. Sus escasas fuerzas, fruto de días sin comer, lo abandonaron. Los caminantes ni siquiera cambiaron su rumbo por él, pasaban sin cuidado sobre su espalda. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se aferró a la capa de uno de ellos.

—Por favor…— rogó—. Ayúdeme…

— ¡Cómo te atreves! —Rugió el otro— ¡Suéltame!

Al ver que sus gritos no surtían efecto, descargó una serie de golpes contra el cuerpo del mendigo, quien pronto lo soltó. Con un gesto, el noble que lo había pegado llamó a dos de sus mayordomos, los cuales lo apartaron de la calle. Lo dejaron en un portal cercano y, sin mediar palabra, siguieron a su señor. El mendigo, entre suspiros de dolor, cogió algo de nieve y se la llevó a su cuerpo herido. Después, tomó otro poco y se lo llevó a la boca.

—Al menos tengo algo que beber…—susurró.

Se apoyó en la pared y cerró sus oscuros ojos. Se pasó una mano por el sucio pelo negro y se cubrió con la raída capa, buscando algo de calor. Mientras murmuraba una oración, una mano cálida se apoyó en su mejilla. Al mirar, se encontró con un niño de apenas diez años. Le sonrió.

— ¡Alen, aléjate de él! —gritó una mujer, quien rápidamente levantó al niño y se alejó.

El mendigo se preparó para pasar la noche allí mismo. Se acurrucó, tratando de conciliar el sueño. De fondo oía el sonido de un carro, acercándose. Se detuvo, a apenas unos pies de él. Ni siquiera abrió los ojos cuando dos hombres lo levantaron, ni opuso resistencia cuando lo introdujeron en el maletero.

Cuando los hombres pararon se encontraron al mendigo durmiendo. Sin ningún cuidado, cargaron con él. Lo llevaron al interior de un gran caserío, por la puerta de atrás y aprovechando la noche para esconderse. El vagabundo abrió los ojos cuando retiraban su ropa. Cuando le quedaban la sucia camisa y los rotos pantalones, una voz habló:

—Dejadlo así, el resto lo haré yo.

Los dos hombres lo colgaron con las cuerdas que salían de la pared, y rieron antes de salir. El tercero, quien había hablado, caminó hasta que la luz de una vela le iluminó. Era alto, con poco pelo y un espeso bigote. Sus pequeños ojos se clavaban en el vagabundo, y su rostro ofrecía una mueca macabra. En sus manos sostenía un látigo

—No esperaba que un Vizconde estuviera detrás de los asesinatos de mendigos, Philip—dijo el vagabundo

— ¿Que falta de respeto es esa? ¡Llámame “Vizconde Hamleigh”, basura! —El hombre descargó un latigazo sobre el pecho del mendigo—. Que alguien mate a un vagabundo no se le llama “asesinato”. Es más bien… un favor a la población.

— ¿Favor? No me hagas reír —el vagabundo mostraba ahora una sonrisa confiada que enfurecía al vizconde—. Di lo que quieras, esto es un crimen. Y tu título no te salvará del castigo.

— ¿Quién va a castigarme? Nadie se enterará de lo que estoy haciendo. ¿Acaso crees que saldrás con vida? ¿Realmente piensas que vivirás?

Sin dejarle mediar palabra, Hamleigh lanzó un golpe detrás de otro. La sucia camisa pronto se hizo jirones, y adquirió un característico color rojizo. El mendigo al que se la había quitado no sabría nunca la suerte que tuvo el día que un misterioso hombre, que ocultaba su rostro bajo un sombrero de ala ancha y una gabardina negra, se ofreció a darle ropas limpias y nuevas a cambio de las suyas.

—Realmente, Philip—dijo el mendigo—, no veo motivo alguno por el que no pueda salir con vida de aquí.

Hamleigh se puso furioso al oírle hablar. Se preparó para azotarle en la cara, para partirle la boca y que dejase de hablar. Decidió que después disfrutaría cortándole las cuerdas vocales mientras su víctima intentaba gritar de dolor. Con esto en mente, dio un paso al frente, dispuesto a descargar un golpe letal, imaginando cada corte que le haría. Quizá debido a esa distracción no vio venir la patada que el mendigo le propinó en el rostro, ni la pequeña navaja que sacó de la manga y que en ese momento trabajaba para liberarlo. Cuando pudo reaccionar, el vagabundo apretaba el filo contra su cuello.

—Aquí tenéis vuestro castigo, vizconde—escupió, mientras deslizaba la navaja por el cuello, seccionando la yugular. Hamleigh trataba de gritar, pero no era capaz de emitir sonido alguno. El mendigo cogió su capa raída, de la que extrajo una pipa, tabaco y cerillas. Abandonó la mansión mientras disfrutaba del humo.


A la mañana siguiente los periódicos anunciaban la muerte del Vizconde Hamleigh, que fue hallado en un sótano lleno de instrumentos de tortura. Se le relacionaba con el caso de los vagabundos desaparecidos. Erik Regan, quien había salido a por café, le pagó a un niño por un diario, en el cual leería los detalles mientras disfrutaba el aroma del triunfo.

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martes, 7 de septiembre de 2010

Cansancio

Esto es lo que da el mal humor.
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Ya me cansé… Me cansé de ser ese perro fiel y adorable que te acompañaba a todas partes, meneando el rabo de una forma patética. Deje de ser ese indefenso animal que te hizo compañía durante toda su vida. Ese ser terminó ya, abandonó esa vacía existencia.

Su orgullo le impidió seguir mendigando las caricias cuando lo abandonaste, cuando se arrastraba con las patas heridas buscando algo que comer. Una vez se dio cuenta de que lo único que le quedaba eran recuerdos. Su vanidad recién descubierta rió. Maldecía el haberme vendido por tan poco. Me maldecía a mí.

Aullaba. Caminaba, arrastrando los pies, buscando un lugar donde descansar, donde refugiarme en aquella fría noche. Allí, en mitad de la nada, tan sólo me rodeaba oscuridad. Me deje caer, agotado de andar en ninguna dirección.

— Un día—dije—, morderé tu cuello y me llevaré tu sangre. Y entonces, mientras la última gota del líquido mortecino se resbala por mis labios, dejarás este mundo con un suave gemido de placer.
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