viernes, 9 de diciembre de 2011

Balas de nieve

Aclaraciones iniciales:

Las primeras lineas las escribí mentalmente mientras andaba por la calle. Cuando llegué a casa las pasé a ordenador, y me di cuenta de que necesitaba un nombre. El primero que me vino a la cabeza fue el de "James Hetfield", así que lo usé. Cuando terminé el párrafo busqué el nombre en Google; me sonaba pero no daba con qué.

En resumen: no tengo nada contra Metalica ni contra su vocalista, sólo es coincidencia.

__________


El gélido acero se calentó al instante, rodeado por el intenso olor de la pólvora quemada. La bala surcó el aire a más velocidad de la que el ojo humano podía captar. El proyectil atravesó piel, carne y hueso hasta llegar al cerebro, y salió por el otro extremo como si lo que acabara de penetrar tuviera la resistencia propia de un trozo de papel. James Hetfield tardó apenas medio segundo en morir; no tuvo tiempo para poder sentir el indescriptible dolor que puede causar un arma de fuego. Su cuerpo inerte cayó de rodillas antes de precipitarse sobre un charco formado por la mezcla de su sangre y su materia gris.

El arma aún estaba caliente cuando Jon Vega la guardó. Sentía su peso junto al corazón, en el bolsillo interior de su americana recién estrenada y cubierta por los restos del cadáver a sus pies. Sacó un cigarro del lado contrario a la pistola, le arrancó el filtro y se lo llevó a los labios. La primera calada le supo a gloria y alquitrán, con la misma intensidad que la que sentía tras saborear uno tras echar un polvo. Se sentó en una butaca cercana desde la que podía observar con todo detalle el cuerpo inerte al que acababa de arrebatarle la vida y, en breves instantes, la cartera.

Nada más terminarlo encendió otro. Se levantó mientras lanzaba una columna de humo; nunca había conseguido hacer la “O”. Levantó la pierna todo lo que pudo y la dejó caer sobre el cráneo de James con toda la fuerza de su cuerpo. La mandíbula quedó destrozada. Cubrió el cuerpo con las cortinas, hechas jirones, y vació el mueble bar sobre la tela. Cuando el alcohol se mezcló con la sangre dejó caer el cigarrillo sin ningún cuidado.

Al abandonar la casa las llamas ya devoraban por completo todo el salón.

Se sentó en el asiento trasero de un Bentley Azure negro aparcado frente a la puerta de la casa. El motor arrancó en el momento en el que el fuego podía verse en el piso superior. El vehículo se deslizó en silencio por una calle totalmente vacía. Si alguien había sido testigo, no quiso pronunciarse. En el interior la calma era total. Sólo cuando alcanzaron la autopista el chófer se atrevió a preguntar:

—Disculpe, pero, ¿no era el señor Hetfield amigo suyo?

—Lo era—respondió Jon—. Precisamente por eso debía matarlo yo.

***


James Hetfield había sido un hombre de cabeza dura que nació en el caluroso verano de 1974. Durante su infancia, el hecho de compartir nombre y apellido con el vocalista de Metálica lo hizo creer que triunfaría en su vida sin dar palo al agua. Por eso abandonó los estudios a los quince años, aunque sus padres no se enterarían hasta dos años después. Él siguió levantándose a la misma hora de siempre, desayunaba con su madre como cada mañana, y salía hacia clase con la misma mochila cada día. Dos manzanas antes de llegar al instituto torcía a la derecha y se internaba por una pequeña cicatriz que separaba dos edificios hasta una puerta de madera carcomida.

Abandonaba aquel callejón dos horas después, con los ojos rojos y el olor de la maría en la ropa, para tirarse en un banco del parque a pasar la mañana, con una bolsa de cannabis en un bolsillo de la chaqueta y otra de un polvo blanco que le recomendaron no probar en el otro. Una de esas mañanas, un hombre tan alto que ocultaba el sol se situó entre él y toda escapatoria posible y posó una mano del tamaño de la rueda de un coche sobre su hombro, invitándolo a acompañarlo a dar un paseo. Su coche estaba tan lleno que James tuvo que ir en el maletero.

La primera vez que vio a Jon Vega, éste vestía un impecable traje hecho a medida el día anterior. Él lo miró con desprecio, como si prefiriese ver algo de mierda en lugar de un trozo de carne golpeada hasta perder la forma, que se sostenía sobre la silla por un trozo de cuerda. Estuvo en la habitación un instante, le lanzó el cigarro contra un ojo y abandonó el cuartucho. James se quedaba sólo con dos armarios que lo apalearon hasta que perdieron el aliento. Cuando Jon regresó y le planteó la pregunta, James no tenía dientes para poder responderle:

—¿Para quién trabajas?

James salió vivo de allí, cubierto de una mezcla de su propia sangre y la orina de los matones. Lo tiraron de un coche en marcha en el mismo banco del que lo cogieron. Era de noche; hacía ya una semana que sus padres habían puesto la denuncia de desaparición. Tres días de hospital y un mes en cama. Cuando pudo abandonar su habitación por su propio pie, en la calle corría el viento helado del invierno. Regresó arrastrando los pies al callejón estrecho donde se reunía con Tim para recibir la mercancía. Se encontró la puerta carcomida tirada en el suelo y un fuerte olor a humo en las paredes. Jon Vega ocupaba la única butaca que se había salvado, y que nunca antes estuvo ahí. Al verlo entrar se puso en pie; su rostro iluminado por el fuego de un cigarrillo adquiría un aire tétrico.

—¿James, cierto? Ven conmigo, ahora trabajas para mí.

El tono de su voz no permitía reproche alguno.

James pasó tres años haciendo el mismo trabajo que tuvo antes, la única diferencia es que ganaba más. El día de su decimonoveno cumpleaños invitó a todos sus amigos, los cuales ya no le hablaban desde hacía tiempo, que celebró en un club de striptease. Aquella noche una puta se llevó su virginidad por cincuenta dólares; desde la brutal paliza que le dieron los matones de Jon, ninguna chica aceptaba acercarse a él a más de dos metros. Unas lo evitaban por miedo a recibir algo del estilo, otras simplemente por cómo le quedó la cara tras aquello. Hasta que no se puso el reloj de oro que sus compañeros de trabajo, si es que se les puede llamar así, le regalaron por su vigesimosegundo cumpleaños, ninguna mujer aceptó acostarse con él sin un fajo de billetes encima de la mesa. Las que a partir de entonces lo hicieron esperaba que les lloviese algo de la fortuna que poseía aquel hombre de rostro desfigurado.

Por aquel entonces, Jon comenzó a descubrir lo divertido que podía resultarle tener a James cerca. Aprendió a reír de su forma de actuar cuando mezclaba whisky con cocaína. Lo dejó actuar como monologuista durante horas, a pesar de que no hacía más que emitir gruñidos incomprensibles, bajarse los pantalones y follarse al soporte del micrófono y lanzarse en plancha contra el público en un intento de que lo pasaran de uno a otro. En su imaginación, James nadaba entre un gentío eufórico. Realmente chapoteaba sobre el suelo contra el que se había pegado.

Con el paso del tiempo, y el aumento de la ingesta de drogas varias, James empezó a perder la cordura. Entró gritando al despacho de Jon con una bolsa de heroína mientras éste mantenía una conversación con el alcalde, atacó a tres agentes de policía durante una borrachera, estampó un coche contra la fachada de la iglesia… Y todo en la misma noche. Jon mismo fue a recogerlo en su Bentley a la comisaría mientas sus abogados “aseguraban” que todo había sido un malentendido.

—James, somos amigos, ¿verdad?—le preguntó Jon en el coche.

—Caaaaro, Jon, zomoz amigoz—le respondió James, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no vomitar.

—Pues acepta mi consejo y deja las drogas. Vas a acabar mal si sigues así.

Apenas unas horas después James ya volvía a estar colocado. Jon dejó de pasarle nada que pudiera afectar a su sistema nervioso. Durante un mes, Hetfield se mantuvo encerrado en su cuarto evitando todo contacto. Cuando el mono le venció se escapó durante la noche. Se arrastró por la calle hasta que encontró a un hombre que aceptó cambiarle su reloj de oro por un par de pastillas. Al reconocerlo, aquel hombre le ofreció ir a un lugar donde podría obtener mucho más, si quería. James aceptó.

Lo llevó hasta un hotel, a la planta diecisiete. Allí conoció a Tim. Él le habló de sus proyectos, de sus ideas para el futuro. Acabó preguntándole si estaría dispuesto a vender para él, a cambio de toda la coca que pudiera esnifar. Añadió al trato una casa a las afueras donde podría vivir, colocarse y follar hasta que su cuerpo aguantase. James, tras oír las palabras “droga” y “sexo”, aceptó. Había sobrevivido a un traficante, ¿por qué no a otro?

Veinticuatro horas más tarde Jon le hacía una visita. Venía solo, enfundado en uno de esos trajes de seda que su ejército de sastres confeccionaban para él. En todos los años que trabajaron juntos, James no lo vio repetir ni una sola vez. No pudo evitar dejarlo entrar, nunca pudo negarle nada. Lo guió hasta el salón sin decir una palabra. Se sentaron uno frente a otro, en silencio hasta que Jon se llevó la mano a la chaqueta.

—Creí que éramos amigos, Jon—le dijo Hetfield cuando vio brillar el arma.

—Lo éramos, James—respondió Vega, poniéndose de pie—, hasta que me diste la espalda.
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miércoles, 2 de noviembre de 2011

Nigthmare

Un conjunto de malas pesadillas. La peor es la última, la que más se repite.

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Abrí los ojos. Estaba en la cama, tumbado en una habitación cuya oscuridad sólo se rompía por la tenue luz roja de mi despertador. Me incorporé sobre el colchón y miré mis manos, apenas una silueta roja. Me toqué una con la otra, recorriendo cada pequeño centímetro de piel, desde las muñecas hasta las uñas, tan largas que no parecían tener fin. El dorso estaba cubierto de pelo, que nacía en los nudillos y moría en el codo. Una larga cola que nacía al final de mi espalda me dio los buenos días con una caricia, y mis colmillos brillaban sobre mis labios, alcanzando la barbilla. Salté de la cama y corrí al baño. Bajo la luz anaranjada, mi reflejo en el espejo tenía un aspecto atroz. Dos grandes cuernos salían de su cabeza. El rostro estaba cubierto por el pelo, excepto allí donde se notaban las cicatrices. Sus labios se torcían en una mueca macabra. Su mano derecha se alzaba, los dedos completamente estirados, mientras la mía se cerraba en un puño. Con un fuerte golpe rompió el cristal que nos separaba. Me atrapó por el cuello y me levantó con facilidad. Mascullaba algo que no alcancé a entender, quizá por lo extraño de su lengua o por la falta de oxígeno. Sólo tenía claro que no podía ni gritar…

Abrí los ojos. Estaba en la cama, tumbado en una habitación cuya oscuridad sólo se rompía por la tenue luz roja de mi despertador. Me sequé la frente, empapada en sudor. Mi cuerpo entero temblaba, y no sabía por qué. Tan sólo tenía la certeza de que algo malo pasaba. Me di la vuelta en la cama y cerré los ojos, confiando en que aquella sensación no fuese más que eso. Nada más lejos. Cuando volvía a quedarme dormido lo oí. Un gruñido, proveniente del piso inferior. Mientras pensaba que probablemente sería el viento, lo volví a escuchar con más fuerza. Armándome de valor salté de la cama y fui a las escaleras. Apenas puse un pie en el primer escalón me arrepentí, pero pude bajar un segundo. El tercero vino por inercia y el cuarto por miedo. Porque entre medias volví a oír el rugido, más fuerte y terrible que nunca, tras mi espalda, acompañado por un fuerte y nauseabundo hedor. Me volví lentamente, lo justo apenas para encontrarme de frente con unos brillantes ojos del color del fuego, del tamaño de balones de fútbol. Eché a correr justo cuando la bestia cerró sus enormes fauces en torno al primer escalón y lo devoró con la misma facilidad con la que un niño come una golosina. Antes de darme cuenta, la escalera infinita quedó boca abajo. Una vez que lo entendí la gravedad se hizo notar. Caí con un grito atrapado en mi garganta, mientras la bestia saltaba y me atrapaba entre sus colmillos.

Abrí los ojos. Estaba en la cama, tumbado en una habitación cuya oscuridad sólo se rompía por la tenue luz roja de mi despertador. Una silueta roja se recortaba sobre mí; una amplia sonrisa con un tétrico brillo me saludaba. Una mano se cerraba en torno a mi cuello, reteniéndome sobre la cama. La figura alzó su otro brazo, en cuyo extremo adiviné la forma de un objeto de metálico brillo. Estaba frío cuando lo sentí sobre la piel, separándola a su paso sin ningún dolor. La sonrisa se acentuó, se tornó en una mueca de ansia contenida. La silueta murmuró algo, apenas un par de palabras, que entendí cuando se abalanzó sobre mi pecho abierto. El primer desgarrón fue el más doloroso, la carne me ardía mientras la figura masticaba un trozo de mi pulmón. El dolor insufrible se repetía cada vez que sus dientes atrapaban algo de mis entrañas. “Bon apetite”, sus palabras resonaban en mis oídos mientras gritaba con todas mis fuerzas.

Abrí los ojos. Estaba en la cama, tumbado en una habitación cuya oscuridad sólo se rompía por la tenue luz roja de mi despertador. Un intenso zumbido me impedía dormir. Alcé una mano pesada, cubierta por el sudor, y con gran esfuerzo la dejé caer sobre el maldito aparato. Su pantalla conjuraba la cifra maldita, el 0610. Las seis y diez de la mañana. Sin fuerzas me dejé caer contra el suelo y me arrastré hasta el baño. Dejé correr el agua hasta que calentó y me metí bajo ella, esperando que su poder milagroso me lanzase por la fuerza al mundo real mientras una cola puntiaguda me frotaba la espalda.
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martes, 18 de octubre de 2011

50 milímetros

Llevo tres días con esta historia en la cabeza, desde que me fijé en el pequeño maletín de póker de mi hermano pequeño. El truco está en darle vueltas tomando una copa xD.

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La limusina avanzaba calle abajo, bajo las luces de colores de los rótulos de neón que los bares, pubs y discotecas usaban para atraer a la gente. El dilatado vehículo atraía las miradas de todos los transeúntes, como solía ocurrir en el caso de los automóviles que, si tuvieran un par de metros más de largo, no podrían doblar las esquinas. Mijaíl podía verlos a través de la ventanilla, sentado en la parte de atrás. Intentaban averiguar quién iba dentro. Aquel espectáculo siempre le hacía gracia.

—Debimos usar otro vehículo--dijo el chófer—, la limusina llama demasiado la atención.

—Precisamente por eso lo elegí, Dimitri—respondió Mijaíl, con calma.

Necesitaba un coche que atrajese las miradas. ¿Y hay algo mejor que una limusina para hacerlo?

Su objetivo iba algunos metros por detrás; un todoterreno negro, cuyo conductor hablaba por una radio. Se mantenía a dos coches de distancia, sin perder de vista la negra carrocería. Había sido demasiado fácil; la policía ya les seguía la pista. El conductor asintió con la cabeza, dejó la radio a un lado y sacó la mano por la ventanilla. Al instante se dejó oír el ensordecedor grito de la sirena, acompañado por su fiel luz de color alternado, rojo y azul. La limusina siguió su trayecto, ajena al mundo, como si las señales que le hacía el todoterreno no fuesen con ella. Mijaíl observaba la escena desde su cómodo asiento...

En la parte de atrás de un Chevrolet negro.

—Te dije que funcionaría—comentó en voz alta.

—Sí, pero sigo diciendo que, si hubiéramos dejado la limusina en el garaje, habría sido igual.
—Y, según tú, ese coche patrulla estaba aquí por casualidad, ¿no? Lo sabes tan bien como yo, sabían que estaríamos aquí.

—¿Y eso qué significa?

—Está claro—siguió Mijaíl—, tenemos un topo. Y ten por seguro que averiguaré quién es.

Abrió su chaqueta y sacó del bolsillo interior un revólver Magnum del calibre 45. El mango era de cuero negro y el cañón brillaba como la plata recién pulida. El día que se lo habían regalado, su vigésimo noveno cumpleaños, el revólver estaba oculto en el fondo de una caja, bajo una gran sandía. Cuando sacó la fruta miró alrededor. Pensaba que se trataba de una broma, que en cualquier comento alguien gritaría “picaste”. Al ver el pequeño estuche al fondo sonrió. Y al abrirlo, entendió que la sandía formaba también parte del regalo. El revólver descansaba sobre un pañuelo negro, junto con seis balas. Cargó cada una de ellas en el tambor mientras alguien ponía la sandía sobre una mesa. Mijaíl apuntó y disparó. La bala atravesó la fruta sin mayores problemas; a la mitad del recorrido del proyectil la sandía estalló, volcando su contenido sobre la mesa, las paredes y algunos de los presentes. Mijaíl tuvo un instante para pensar si la cabeza de alguien explotaría de la misma forma, antes de sentir la fuerza del retroceso golpeando su hombro. Sabía que existía, pero no que fuese tan fuerte. Tuvo una semana el brazo en un cabestrillo.

Desde entonces llevaba el revólver en el bolsillo interior de la chaqueta, al lado contrario de la nueve milímetros con silenciador, tan práctica y manejable. En el tambor del Magnum aún quedaban cinco balas más.
Esperaba no tener que emplearlo aquella noche. Se trataba sólo de una entrega, nada más. Un pequeño maletín. Llegar, dejarlo y marcharse. Un trabajo fácil.
Cuánto se equivocaba.
El letrero era discreto, apenas se veía en la oscuridad de la noche. “Mantente alejado de aquellos lugares que intentan pasar desapercibidos”, pensó. Nunca se ocultan por una buena razón. Dimitri aparcó el coche en la parte de atrás y le abrió la puerta. Mijaíl bajó portando el maletín. “Parece mentira lo que se puede hacer con un maletín del todo a cien”. Entró detrás del chófer, y cruzaron una estancia en penumbra que hacía las veces de antro de mala muerte. El camarero les indicó una puerta detrás suyo con la cabeza, mientras limpiaba un vaso sucio con un trapo aún más mugriento. El pasillo que guardaba estaba mejor iluminado, aunque no mucho mejor. Al final, un gran armario enfundado en un traje negro y con gafas de sol bloqueaba el paso.
—¿Quién coño lleva gafas de sol en un interior?—Mijaíl no podía evitarlo.
—Tu puta madre—respondió el armario.
—Sí, le sientan bastante bien—le espetó—. A algunas, como la tuya, les sienta mejor mi polla en la boca.
El armario alzó un brazo que bien podría ser el cuerpo entero de Mijaíl, dispuesto a golpear, cuando se abrió la puerta que custodiaba. Nikolai Vólkov era un hombre pequeño, más cuando se situaba al lado de su enorme guardaespaldas, pero lo compensaba con amplias dosis de efusividad. Algunos contaban que incluso abrazaba a sus víctimas instantes antes de abrirles un agujero en la frente. Aquella ocasión no sería para menos.
—¡Mijaíl Kolvenik! ¡A mis brazos!
—Hola, Nikolai—respondió, evitando el abrazo con una sonrisa—. Lo siento, pero me gustaría terminar con esto pronto. La jefa tiene mil asuntos que resolver, y me necesita.
—Ah, sí. Nath…
—Yo de ti no seguiría—le cortó Mijaíl—, a la jefa no le gusta que vayan mencionándola por ahí, y Dimitri se toma muy en serio este tema. Hace un par de meses me arrastró a deshacernos de un tipo que murió ahogado en su propia sangre. Le había arrancado la lengua.
—Increíble. Menuda lealtad profesan sus subordinados. Me gustaría tener hombres así. ¿No estarías interesado en trabajar para mí, Dima?—El chofer se mantuvo impasible, como si no pudiese escuchar la conversación—. No esperaba otra respuesta. Pero vamos, Mijaíl, pasa. Déjame invitarte a una copa.
Nikolai entró, seguido por Dimitri y Mijaíl. En la estancia había dos personas, apenas un par de matones. La habitación contenía una mesa de madera, sin adorno alguno, y dos de las sillas más simples de la tierra. El anfitrión ocupó una de ellas e invitó a Mijaíl a que ocupase la otra. A una seña, posaron sobre la tabla una botella de vodka y dos vasos. Nikolai llenó ambos con generosidad y vació el suyo de un trago.
—Esto entra solo—dijo tras el segundo vaso—. Bueno, vamos al asunto. ¿Qué tienes para mí?
Como respuesta, Mijaíl le pasó el maletín sobre la mesa. Nikolai intentó abrirlo, en vano.
—¿Y la llave?—Preguntó.
—Esa la tengo aquí—sacó un diminuto objeto del bolsillo envuelto en un pañuelo. Nikolai tendió la mano—, pero he pensado… ¿Te apetece jugártela a una partida de póker?
—¿No eras tú el que tenía prisa?—Nikolai acentuó su sonrisa.
—Que sea a una mano.
Su anfitrión asintió.
—Está bien.
Mijaíl dejó la llave entre ambos. Uno de los matones repartió dos cartas a cada uno, y destapó otras tres sobre la mesa. Tres de tréboles y dos reyes, el de picas y el de diamantes.
—¿Crees que me sonreirá la fortuna, Mijaíl?
—Que lo haga; necesitarás mucho más que suerte para ganar.
El matón dejó otra carta sobre la tabla, la reina de tréboles. Mijaíl levantó levemente una de sus cartas; un corazón rojo.
—Aún puedes retirarte—dejó caer Nikolai.
—¿Y perderme la diversión de verte perder? Ni de coña.
La última carta cayó sobre la mesa; el as de corazones.
—¡Ja! Mira y llora—Nikolai destapó su mano. Tres de rombos y as de picas. Dobles parejas. Alargó la mano para atrapar la llave…
—Espera, espera—Mijaíl dio la vuelta a sus cartas. Tres de picas y un rey de tréboles—. Full.
Se estiró para coger la llave. Nikolai lo detuvo apoyando una pistola sobre su sien, mostrando una gran sonrisa.
—Has hecho trampas, mi querido amigo.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque sólo un tramposo puede ganar a otro.
Mijaíl se echó hacia atrás y dejó que su anfitrión la cogiese. Nikolai se abalanzó sobre su premio. Giró la llave y abrió el maletín.
Una nube de humo negro salió de su interior. Nikolai tosió.
—¡¿Qué clase de broma es esta?!—gritó.
Mijaíl no pudo verle la cara; aun así se imaginó que no blandía su característica sonrisa. Echó mano de su pistola y disparó al matón que se había quedado en una esquina; la bala le abrió un agujero de nueve milímetros en la frente. El segundo matón cayó de un disparo en la sien. Al oír los disparos el armario entró. Cayó cuando Dimitri le disparó. Después bloqueó la puerta. Cuando la nube de humo se dispersó, Nikolai observó la masacre que había tenido lugar en un instante con una carta en la mano. El as de diamantes.
Dimitri lo cogió por el cuello y lo estampó contra la mesa. Mijaíl apoyó la pistola en su cabeza.
—Me pregunto si su cráneo explotará de la misma forma que aquella sandía. ¿Te apetece probarlo, Dima?
—¿A qué viene esto?—preguntó Nikolai—. ¡Soltadme!
—Para qué, ¿para que vuelvas a ir corriendo a la poli? ¿Cuánto te han pagado por ello? ¿Qué has sacado?
—¡No sé de qué me hablas!
—Pronto lo sabrás.
Guardó su pistola en la chaqueta y sacó el revólver. Al verla, Nikolai empezó a suplicar. Mijaíl no pudo evitar reír. Apuntó… y disparó.
Fue igual que con la sandía, pero más asqueroso. El cráneo estalló en mil pedazos, cada uno de los cuales arrastró consigo pequeñas partes del cerebro. La sangre lo cubrió todo: Paredes, techo… Algo salpicó al propio Mijail. Guardó el revólver en su bolsillo, y abandonó la habitación.
—Dima, ¿te apetece tomar una copa?
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martes, 13 de septiembre de 2011

Vergüenza

Para cierta chica que últimamente me hace enfadar. Tómatelo como una declaración de intenciones.

Advertencias: Lemon

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La otra noche soñé contigo.

Me mirabas con vergüenza mientras iba arrebatándote una a una cada una de tus prendas, lentamente y regodeándome con cada pequeña victoria. Suspirabas y gemías, me suplicabas que parase... mas tu cuerpo me decía cosas distintas con cada espasmo.

Respondías a cada caricia por instinto, dejando a un lado la vergüenza que te poseía. Tu cuerpo desnudo ardía, se retorcía bajo mi cuerpo, mis manos, mi boca. Mis dedos decidieron quedarse en tu pecho, reclamado como trofeo tras su victoria. Tus pezones erectos fueron el primer lugar que atacaron, sin piedad ni remordimientos. Se quejaron cuando mi boca les echó, pero pronto olvidaron... cuando encontraron aquella cueva tan húmeda, que te empeñabas en esconder entre tus muslos.

El mayor de los tesoros.

Tu vergüenza volvió a dominarte. Trataste de retenerme, o por lo menos de retrasarme. Sabías que ese momento llegaría, tarde o temprano. Que esa noche serías mía. Pero antes de eso buscaste mi cara, y tus labios atraparon los míos. Tu primera y última victoria, he de reconocerlo. Pero te relajaste. Admítelo, te creías segura. ¿Me equivoco? Sé que no. Pues mi lucha contra tus piernas fue demasiado fácil. ¿Ya te habías resignado? Poco me importaba. Mis dedos exploraban tu interior, combatiendo a cada paso con tus espasmos. Tus gemidos de placer me lo confirmaron. Tu coño era mío.

Y así te lo hice saber. Primero con mis dedos, luego con mi boca. Tú te dejabas hacer, dócil, susurrándome palabras sueltas, las pocas que podías articular. Te lo había advertido. Te haría perder el control.

Pero perdí contra tu vergüenza. Pues así me mirabas, llena de vergüenza y miedo, cuando me desnudé frente a ti. Una derrota menor. Evitabas mirar mi miembro, erecto por la excitación, mientras lo masajeaba con una mano. La otra volvía a tus piernas, cerradas por instinto, y las separaban con facilidad. Me tumbé sobre ti, mis ojos a la altura de los tuyos, para poder ver la vergüenza en ellos una última vez. Porque mientras te besaba te iba haciendo mía, lentamente y por completo, te penetré con toda la fuerza que tenía, mordiéndote por igual barbilla, labios y pezones. Embestí una y otra vez, te sentí llegar. Pues así había sido planeado, tú caerías antes que yo. Estallaría después de ti, llenándote como nunca antes, para que cayeras rendida junto a mí. Me resistí a salir hasta ver tus ojos, llenos de un cálido brillo.

Vacíos de vergüenza.
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viernes, 2 de septiembre de 2011

Héroe por contrato

Relato corto, muy corto. En un principio, es la idea para un cómic, pero dada la ausencia de dibujante...

PD: Si a alguien le interesa dibujarlo, que deje un comentario y lo hablamos xD
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Media noche; la luna llena se alzaba sobre la ciudad. La calle principal, vacía, carecía de luz alguna. En el silencio de la noche resonaba el eco de unos pasos. Una mujer corría, aterrada, lanzando miradas furtivas hacia su espalda. Unos metros más atrás, dos hombres la seguían. Uno de ellos era alto, bastante flaco. El otro era más bajo y más corpulento. Ambos se cubrían el rostro con sendos pasamontañas que dejaban al descubierto sus ojos y una sonrisa prepotente.

La mujer giró; se internó entre dos edificios. Apenas una cicatriz oscura, lo suficientemente estrecha como para que una persona estirase los brazos y tocase ambas paredes. Los hombres la siguieron. Ella siguió corriendo, intentando olvidar el intenso palpitar de su corazón, la fatiga que sentía en cada músculo. Al fin se detuvo; una pared la impedía el paso. Un callejón sin salida, iluminado por la luz de un farolillo. Bajo su luz, la mujer parecía una niña, no tendrá más de diecisiete. Se giró; buscó otra salida, otra forma de escapar. Nada. Los dos hombres se acercaron a ella…

El más alto sacó una navaja. El corpulento se acercó más a ella. Le puso una mano sobre el hombro.

Ella cerró los ojos.

Se oyó un golpe seco, un grito.

Los abrió.

Vio la figura de un hombre, de espaldas. Llevaba un sombrero de ala ancha y una capa, ambos de azul oscuro. Al ladear la cabeza para comprobar si ella estaba bien, vio que cubría su rostro con una máscara; sólo su boca quedaba al descubierto. A sus pies estaba el hombre corpulento, tirado en el suelo. Inconsciente. El alto se acercaba a él, navaja en mano. Ella estuvo a punto de gritar una advertencia que habría sido en vano. El enmascarado le agarró el brazo con el que sujetaba el arma, y golpeó con la mano libre a la altura del codo. La navaja cayó al suelo, haciendo un ruido metálico. Un segundo golpe, esta vez en la cara, le hizo caer.

Con los asaltantes en el suelo, el enmascarado se giró. Blandía una sonrisa llena de arrogancia. Se acercó a la chica, que seguía paralizada por el shock. Él rodeó con un brazo su cintura y la atrajo. Ella cerró los ojos, esperando un beso… Que nunca llegó.

Mientras la chica mantenía los ojos cerrados, el enmascarado sacó su cartera. La abrió, cogió todo lo que contenía y la lanzó hacia un lado.

Cuando la chica abrió los ojos, su misterioso héroe había desaparecido. Una nota ocupaba su lugar, un número que correspondía a la cifra que se había llevado y una sola frase.

“Estos son mis honorarios.”
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martes, 23 de agosto de 2011

El poder de la magia

Lo que tiene ver pelis de magos xD.
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Tom caminaba por la calle, cogido de la mano de su madre mientras le regalaba una gran sonrisa a todo aquel que le cruzase una mirada con él. Los transeúntes, inspirados por el gesto de un niño que dos días atrás había alcanzado los diez años, le saludaban y sonreían con una pequeña parte de su contagiosa alegría. Su padre, un hombre que pasaba la vida trabajando y al que apenas veía, había conseguido dos entradas para un espectáculo de magia, diciéndole que se fijase en cada pequeño detalle y después, cuando estuvieran ambos en casa, se lo contase todo. Entonces, Tom se abalanzó sobre él.

El teatro era un gran edificio de fachada elegantemente iluminada, con un letrero luminoso que atraía las miradas cubierto por aquellas extrañas formas que sólo su madre sabía descifrar.

—El gran mago Magno–le dijo, señalando aquellas manchas negras –. Ya hemos llegado, Tom.

Se acercaron a la entrada cuando llegaba un coche tirado por caballos. De él se bajaron dos personas, un hombre y una mujer. Una vocecita en su cabeza, apenas un eco de la voz de su padre, le dio la respuesta a la pregunta que aún no había formulado. “Gente importante”. Como le habían enseñado, se hizo a un lado junto a su madre, manteniendo la amplia sonrisa. El hombre pasó de largo, entregándole al chico que vigilaba la puerta dos papeles como los que su madre guardaba. La mujer, sin embargo, le dedicó una dulce sonrisa antes de seguir a su acompañante a través del hueco que habían abierto para ellos. Cuando el teatro se los tragó, Tom se dirigió al chico que cerraba la abertura.

—¡He venido a ver al mago!—anunció, eufórico, mientras su madre le mostraba aquellos papeles llenos de formas. El chico les abrió las puertas sin aquella sonrisa servicial que le dedicó a los anteriores espectadores. Madre e hijo entraron de la mano.

Su padre había conseguido dos asientos en la decimoquinta fila, bastante alejada del escenario pero lo suficientemente cerca para poder ver bien. Las butacas eran cómodas, de terciopelo rojo, y se contaban por cientos. En las paredes, palcos mejor acomodados, que permitían una gran panorámica de toda la escena, destinados para la “gente importante”. Tom reconoció sentados a la pareja que había llegado en aquel coche, quienes miraban de reojo el telón que cubría todo el escenario. El teatro, que cuando Tom y su madre habían llegado estaba prácticamente vacío, se fue llenando poco a poco. Para su mala suerte, un hombre alto se sentó justo frente a Tom, impidiéndole ver bien. Él, en su mente, le gritó “gigantón”, con tanta fuerza que el apodo se le escapó en un susurro.

Al fin, el telón se levantó. Una hermosa mujer, que Tom reconoció como la princesa de uno de aquellos cuentos que su madre le leía antes de dormir, cruzó el escenario entrando por una oreja del gigantón y saliendo por la otra. Tom se puso en pie sobre la butaca, intentando ver por encima de él, pero era tan alto que aun así no podía. Apenas distinguía a la mujer, que se movía por el escenario. Esperó a llegar al centro antes de hablar.

—Damas y caballeros–comenzó—, tengo el placer de presentarles… ¡al gran mago Magno!

El aplauso fue generalizado, y cuando el mago apareció de la nada envuelto en una nube de humo se convirtió en una ovación. Tom observaba con los ojos y la boca muy abiertos cada gesto, cada paso. Su madre al principio sonreía a cada suspiro y grito de su hijo, pero después se centró en el espectáculo, olvidándose de todo lo demás.

Pero cuando comenzó con los números importantes, Tom se desilusionó. Desde su asiento apenas podía ver nada. Aprovechando que su madre estaba distraída, se deslizó de su asiento y se fue acercando poco a poco al escenario. Se encaramó a la madera cuando el mago pidió un voluntario.

—Vaya, ya no hace falta—dijo al ver a Tom—. Oye, chico, ¿quieres ayudarme?

Tom asintió con entusiasmo y subió al escenario. El mago le mostró una jaula que contenía una paloma blanca y le pidió que la cubriera con un pañuelo que la mujer le dio. Él hizo lo que le pidieron, fijándose en todo lo que Magno hacía.

—Y a la de tres, tira del pañuelo—le pidió el mago—. Una, dos… ¡y tres!

Tom tiró. La tela se apartó con facilidad, como si el objeto que ocultaba no existiese. Y de hecho, no había objeto. La jaula había desaparecido por completo, paloma incluida. Tom abrió mucho la boca de sorpresa.

—Y ahora—siguió Magno—, cubre mi mano con el pañuelo, por favor.

Él lo hizo, deseando ver el siguiente truco. El bulto bajo la tela creció un poco. Y al gesto del mago, volvió a tirar. Magno sujetaba a la paloma con su mano. Tom, junto a todo el público, estalló en un aplauso. El mago la dejó volar libre por el teatro, hasta que esta se posó en uno de los palcos.

Después bajó del escenario, aunque no fue hacia su asiento. La ayudante del mago le había puesto una silla en el centro del pasillo, en primera fila. Cuando Tom se sentó, ella le sonrió.

—Te vi saltando para poder ver el espectáculo–le dijo en un susurro, dándole un beso en la frente.

Sólo entonces se fijó en ella. La mujer le guiñó un ojo azul antes de darse la vuelta para volver a las escaleras; su pelo rubio, que se rizaba formando tirabuzones perfectos, giró con ella. Iba enfundada en un corsé de seda negra, que terminaba en una falda corta. Tom se dijo a sí mismo que era imposible que fuese la princesa de un cuento: era demasiado bonita como para poder serlo.

El mago se dirigió al público una vez más.

—Y ahora, damas y caballeros, es la hora de que mi ayudante desaparezca—anunció—, aunque no creo que tarde mucho en volver. Si hacer desaparecer una paloma es difícil, hacerlo con una persona lo es aún más. Por favor, no lo intenten con sus mujeres.

Hubo una risa general. Tom se dijo que había dicho un chiste, aunque no lo había entendido del todo. Su ayudante llevó una caja al centro del escenario, abriéndola para que el público lo viese. Totalmente vacía. La mujer se metió en la caja. Tom se acercó un poco más; estaba sentado casi en el aire. El mago cerró la caja y la aseguró con un candado.

—Ahora mismo, es imposible salir de esta caja—dijo, mientras un hombre le traía una gran espada—. Mi ayudante Arianne desconoce por lo que voy a hacer a continuación. La atravesaré con esta espada. Y si no hay error, saldrá ilesa.

Y sin esperar un instante, Magno hundió la hoja con todas sus fuerzas en la caja, hasta la empuñadura. No hubo grito alguno. Repitió el proceso dos veces más, antes de darse por satisfecho. Después abrió el candado y la caja. Estaba vacía de nuevo.

—Y ahora, damas y caballeros, si se giran y reciben con un aplauso a mi ayudante…

Tom se giró sobre su silla. Arianne, la ayudante del mago, caminaba a lo largo del pasillo, sonriendo y saludando a todo el público. Al llegar junto a Tom le revolvió el pelo, y regresó al escenario.

—Lamento anunciar que éste será el último efecto de esta noche—dijo el mago, con un deje de tristeza en la voz—, pero también será el más espectacular. Necesitaré dos voluntarios, que elegirá mi ayudante— Arianne señaló a dos hombres, que subieron rápido al escenario entre aplausos—. Caballeros, me gustaría que atasen mis manos y mis pies con las cuerdas.

Mientras ellos lo hacían, otras dos personas llevaron hasta el escenario un gran tanque de agua, que se abría por el techo. Una vez estuvo bien atado, el mago dijo:

—Damas y caballeros, si alguien teme ver a un hombre ahogándose, les recomiendo que abandonen la sala.

Un gancho descendió del techo. Arianne lo enganchó a las cuerdas de sus muñecas y lo subieron, dejándolo caer en el agua. Una cortina cayó sobre el tanque, cubriéndolo por completo pero dejando que se adivinase su forma bajo ella. Transcurrió un minuto completo hasta que la ayudante lo destapó. Dentro del tanque sólo quedaba agua.

—Y como llegué—gritó la voz del mago, resonando por todo el teatro—me voy. Ha sido un placer tenerles esta noche con nosotros. No duden en volver, ¡intenten descubrir el engaño!

Aquella noche, Tom abandonó el teatro lleno de euforia, y con un deje de tristeza. Allí decidió que, cuando creciese, sería mago, el mejor del mundo. Cualquier cosa que le permitiese tener una ayudante como Arianne.
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viernes, 19 de agosto de 2011

El color de la muerte

La segunda de las historias basadas en "El juego del Ángel", de Carlos Ruiz Zafón, en concreto, en las historias que el protagonista escribe para el diaro "La voz de la industria".

A menudo, la muerte emplea diversos trucos para engatusar a sus víctimas. A veces emplea el color verde del dinero, otras el rojo de los labios de una mujer.

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El hombre dejó caer la cuchilla y se lavó la cara. Examinó cada centímetro de la piel de su rostro y, tras darse por satisfecho, recogió los artilugios de afeitado. Se enfundó en el mejor de sus trajes y se miró al espejo.
—James, estás hecho todo un triunfador—se dijo en voz alta. Su reflejo le guiñó un ojo.

James Graunt había llegado cinco años atrás a la Ciudad Condal, escondido junto a su madre en un vagón de mercancías. Durante meses habitaron una pequeña casa al borde del derrumbe de las afueras de Barcelona, sin luz ni agua corriente, cuya puerta carecía de cierre alguno. Su madre encontró trabajo en una compañía eléctrica, limpiando las oficinas. A veces llevaba a James, para que le ayudara y le hiciera compañía.

En una de aquellas ocasiones coincidió con uno de los trabajadores de la compañía. Al verlo, el hombre dejó de murmurar improperios para mirarlo de arriba abajo.

—Chico, ¿quieres ganarte unas monedas?—le preguntó. James asintió con entusiasmo.

Aquel hombre le llevó a la calle, hasta un barrio en obras donde instalaban el tendido eléctrico. Le dijo que se llamaba Diego. Al llegar le ofreció un cable, y le señaló un poste cercano.

—Sólo tienes que subir ahí y colocar esto. ¿Crees que podrás?

James asintió de nuevo, agarró el cable y comenzó a trepar. El madero alcanzaba una altura de dos pisos. En lo más alto había una caja, con un par de cables más como aquel. James colocó el suyo como pudo, fijándose en cómo estaban dispuestos los demás, mientras se sujetaba con las piernas para no caer. Al terminar, miró abajo antes de comenzar el descenso.

Le pudieron los nervios, la cabeza le daba vueltas. Antes de poder evitarlo se precipitaba hacia el suelo. Diego lo cogió al vuelo.

—Bien hecho—le dijo, dejándolo en el suelo—, pero la próxima vez baja más despacio.

Así comenzó a trabajar en la compañía eléctrica, primero a las órdenes de Diego y, tras dos años, dando él las órdenes, relegando en otros las tareas que él mismo tuvo que realizar alguna vez. Pronto, el director y dueño de la empresa, don Roberto Vidal, se fijó en él y lo adoptó como su pupilo. Sus ideas comerciales multiplicaron los beneficios. James obtuvo así un despacho, un salario digno de un noble y una vida llena de lujos. Se compró un piso en el centro, amueblado con todas las comodidades del mundo. Su madre prefirió permanecer en la casa a medio derruir de las afueras. Moriría limpiando el despacho de su hijo. Diego abandonó la empresa; James lo despidió para sustituirlo por gente más joven, con menor cabeza y manos más baratas.

Don Roberto pronto adoptaría a James, tratándolo como si fuera su propio hijo. Lo convirtió en su heredero y lo instó a comer domingo si domingo también en su propia casa con él y su esposa, Lucía Sagnier, una mujer que podría haber sido su hija. James no tardó en ganarse sus favores. Don Roberto, cegado por el color y el olor del dinero, nunca sospechó que aquella aventura que nunca pudo ver, pese a su obviedad, fuese a marcar el final de su historia.

Y así, exactamente una semana antes de esta noche, James se reunió con Lucía Sagnier en una pensión, cuya discreción siempre estaba en venta. La bruma cubría por completo Barcelona. Bajo la luz de una farola a la puerta de la posada le saludó un mendigo, ofreciéndole una botella de vino. James le dejó caer uno de los billetes de su cartera y subió las escaleras. Lucía le esperaba en una habitación del primer piso. Lo recibió de pie, enfundada en un vestido de tubo verde oscuro, que nacía en el pecho y moría antes de las rodillas, y que soltó una vez James cerró la puerta tras de sí. La tela cayó sola, lentamente, descubriendo las formas de la mujer. Y Lucía, con un beso, arrastró a James hasta la cama.

Dos horas y tres botellas de vino después, James disfrutaba un cigarrillo tirado sobre la cama mientras Lucía se vestía. Bebió el último sorbo de su copa, se colocó el pelo y ajustó el cierre de su vestido.

—Estoy cansada de esconderme—dijo—. ¿Por qué no podemos salir de esta pocilga y vivir nuestro amor bajo la luna?

—Lo sabes perfectamente, cielo—respondió James, poniéndose en pie—. Porque si tu marido nos descubriese, a mi me despide y a ti te abandona. Y ya sabes lo que eso significa.

—Entonces—continuó Lucía, tomándolo del cuello—, ya sabes lo que tenemos que hacer.

Y se despidió de él con un suave beso. No volverían a verse en una semana; en concreto, hasta esta noche. En el homenaje por la muerte de Roberto Vidal.

James bajó a la calle, donde le esperaba un coche de alquiler, un vehículo con brillante carrocería y un ángel de plata como mascarón de proa. La ocasión merecía que el heredero de la más importante compañía eléctrica acudiese al evento en un Rolls Royce.

Para el acontecimiento se alquiló todo un hotel, dejando las habitaciones vacías por si algún invitado decidía pasar la noche allí. Habían dispuesto a todo un ejército de botones que abrían las puertas de los coches y recogían equipajes entre reverencias y sonrisas serviciales. James, que se sentía afortunado aquella noche, regaló al chico que le abrió la puerta, y que tendría la misma edad que él cuando llegó a la ciudad, uno de los billetes que impedían que su cartera cerrase en su totalidad. Acudió al comedor y se sentó en el centro de la mesa que presidía la estancia, reservada a las personas más cercanas al difunto. A su derecha se encontraba Lucía Sagnier, quien, como saludo, posó su mano sobre la rodilla de James y comenzó a subir por su pierna. Él sonrió y negó con la cabeza; ya tendrían tiempo después. Tendrían todo el tiempo que quisieran.

Cuando el comedor se llenó, James se puso en pie. Golpeó la copa con un tenedor, atrayendo la atención de todos los presentes. Pronunció un breve discurso en honor de Don Roberto, que culminó con un brindis. Al sentarse la vio.

Ella estaba sentada en una mesa cercana. Venía enfundada en un vestido corto, tan oscuro como su pelo. Mantenía los ojos verdes fijos en James y, tras dar un sorbo a su copa de champagne, se relamió los labios, que brillaban con un fuerte color rojo. James miró de reojo a Lucía, que se entretenía entretenida hablando con uno de los directivos de la empresa, y volvió la vista de nuevo a aquella mujer. La dama le guiñó un ojo y volvió a la comida.

Tras la cena había organizado un baile. Se retiraron las mesas y se instaló un cuarteto de cuerda en un extremo de la sala. James y Lucia fueron los primeros en bailar, seguidos por numerosos invitados. Tras la tercera pieza alguien tocó el hombro de James, solicitando un baile con la hermosa viuda. Él aceptó, dando las gracias por poder retirarse a buscar un refresco. Se acercó a un camarero y pidió una copa.

Se la tendió aquella dama con una amplia sonrisa. Champagne. Dom Pérignon de fina reserva. La aceptó con un “gracias”. El perfume que ella desprendía cautivaba el olfato.

—Gran fiesta—dijo ella con una voz dulce—, lástima el motivo.

—Sí, era un gran hombre—respondió él, conteniendo la risa.

—Será una gran pérdida–añadió la mujer—. Creo que no tuvimos el gusto de conocernos, ¿verdad?

—No lo creo, señorita, no habría olvidado una sonrisa como la suya. James Graunt, hijo adoptivo de Don Roberto—contestó, haciendo una leve reverencia.

—Chloé Permanyer.

—Encantado—terminó, besando el dorso de la mano que la mujer le tendía.

Chloé siempre sabía qué palabra, que gesto debía emplear para conseguir que cualquier hombre acabase a sus pies. Aquella noche desplegó sus encantos, en cada uno de los cuales cayó James como un infante cae en los trucos de magia, a pesar de que él pensaba llevar totalmente las riendas. Cuando él le ofreció subir a una habitación, ella fingió sentirse sorprendida y alagada. Tras un rápido vistazo hacia las parejas de baile, James la cogió de la mano y la guió hacia la misma habitación que había reservado para celebrar con Lucía aquella ocasión tan especial.

Tras cerrar la puerta, James se abalanzó sobre el cuello de la dama. Ella le empujaba hacia la cama mientras le iba arrebatando la chaqueta y la camisa. Cuando él intentó capturar sus labios, Chloé le detuvo posando un dedo en los suyos. Después, bajó la mano a su pecho y lo empujó contra el colchón. Y entonces, extrajo del pecho un par de cintas de seda, y comenzó atando una de ellas a su muñeca, para después hacer un nudo con el resto entorno al cabecero de la cama.

—¿Y esto? —preguntó James mientras le ataba la otra mano.

—Para asegurarme de que no me interrumpes durante el número—respondió ella con una sonrisa seductora.

Chloé se puso de pie frente a la cama y comenzó a quitarse el vestido, moviéndose al ritmo de la música que sonaba justo debajo. Con una mano se soltó el broche del sujetador y lo lanzó sobre James. La última de sus prendas cayó por culpa de sus movimientos de cadera. Completamente desnuda, Chloé reptó por el pecho hasta llegar a la altura de su rostro. Y entonces lo besó.

Era un beso cargado de lujuria y ansia animal. James intentó soltarse por la fuerza, deseando tomar a aquella mujer de una vez. Chloé, que sabía que en todo momento tenía ventaja, decidió seguir con el beso. Exploró cada centímetro de su boca, jugando con su lengua. James cada vez tenía más dificultades para respirar. Sus brazos, que instantes antes se agitaban con fuerza, dejaron de moverse. Él dejó de responder a sus caricias y besos. Chloé se incorporó, y examinó el rostro de James. Estaba muerto; sus labios y piel teñidas del mismo rojo que Chloé usaba.

Chloé se vistió con prisa. En el vestíbulo terminó de colocarse el pelo. Salió, pidió que le llamaran a un taxi y esperó. Se estaba subiendo a él mientras Lucía iba a la habitación acordada y, cuando ésta estaba gritando, Chloé se alejaba, internándose en la noche.
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lunes, 15 de agosto de 2011

Alma en llamas, capítulo VI

Pues eso, el sexto capítulo.

Sé que no es habitual que añada notas a las entradas pertenecientes a la novela, pero... ya que aprovecho el twitter para publicitar las entradas del blog, voy a probar a la inversa.

¿Que qué twitteo? Pues tonterías, como el 80% de las entradas de este blog. Tambien alguna que otra cosa interesante, una idea que se me ha ocurrido o un RT que creo que merece la pena. Y por último, también las últimas actualizaciones de este mismo blog.

La cuenta, @leondurmiente. Eso es todo.
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El salón era una pequeña habitación en la cual se amontonaban los muebles en un ordenado caos. Cortinas verdes sobre las blancas ventanas, papel que imitaba a la madera en la pared, dos armarios exponiendo figuritas de porcelana y dos sofás entorno a una pequeña mesa. Quien lo decoró se olvidó de que las personas debían poder entrar para ser capaces de apreciarlo.

Pateé la mesa, que se rompió cuando impactó contra la pared; sus restos cayeron sobre el mismo sofá en el que lancé al viejo. Su mirada no se apartó de mí. Recuerdo cómo pasó de furia contenida a sorpresa al verme, para tornarse en miedo cuando lo cogí por las solapas de su chaqueta y lo arrastré al interior de su piso. Ahora temblaba encogido, como un bebé.

—¿Sabes por qué estoy aquí?—pregunté, con una versión distorsionada de mi voz. En mis oídos se escuchaba un eterno zumbido, mezclado con las voces de una misa de réquiem.

—Creí que eras… el cerdo que se acostaba con mi mujer—tartamudeó—, pero eres demasiado joven para… eso.

Me moví. O quizá debería decir que mi cuerpo se movió por su cuenta. Para aquel entonces ya me había dado cuenta de que lo que estaba viviendo era un sueño. Allí, simplemente era un testigo. Me acerqué a una de las estanterías. Mi mano rebuscó entre todas las figuras una, aquella de diferente tacto. A simple vista era exactamente igual. Cuando mi anfitrión pudo verla palideció.

—¿Qué es lo que quieres de mí?—inquirió.

—Lo conociste…

En su mirada se mezclaron la duda y el miedo. Apreté con el pulgar la cabeza de la figura, que se desprendió limpiamente del cuerpo. Su interior, casi vacío, desprendía un olor que no pude identificar.

—¿De qué hablas?—siguió.

Le lancé la figura, que derramó el contenido. Él gritó con rabia contenida, mientras yo jugueteaba con la cabeza que hacía las veces de tapón. Aquellos ojos fríos no se apartaban de mí ni un instante.

—¿Por qué has hecho esto?

—Lo conociste—repetí.

—¡¿A quién?!

Le tiré la cabeza, que lo golpeó en la frente. La atrapó mientras caía ante sus ojos. Se quedó pensativo un instante, totalmente en silencio. Podía oírle respirar, casi con desgana. Su voz me llegaba mezclada con un susurro. Le dejé un tiempo de meditación antes de hablar.

—Dímelo todo.

—Apenas sé mucho—contestó—. Tan sólo que era un triste camarero del Auspicio, y que conseguía cosas de dudosa legalidad.

—Cuéntame algo nuevo.

—¡No sé más!

Le golpeé de nuevo, haciéndolo caer del sofá. Fui hasta la cocina, regresando con una de las sillas. Me lo encontré intentando ponerse de pie. Lo ayudé. Le cogí por el cuello, levantándolo todo lo que mi brazo me permitía. Lo mantuve así hasta que le cambió el color de la cara. Entonces lo dejé caer sobre la silla. Escuché mi nombre, gritado a miles de kilómetros de la escena. Mientras tomaba todo el aire que sus pulmones podían guardar, lo até a ella. Me incorporé.

—Espero, por tu bien, que eso no sea lo único que puedas contarme—dije.

Sus ojos no podían apartarse de mis manos, que derramaban sobre su pie media botella de whisky.

—¡Te juro que no sé más!—gritó.

—¿Es eso cierto?—pregunté, encendiendo una cerilla frente a él.

—¡Sí!¡Lo juro!—repitió—. ¡Por favor, detente!

Sonreí, apagando la cerilla. Él suspiró aliviado. Le arranqué una manga de su chaqueta, que empleé para amordazarlo. La calma que había aparecido en su rostro retornó a la ansiedad, al terror. Yo me divertí, lanzando botellas de licor por toda la habitación. El alcohol empapó las cortinas, la alfombra, formando un charco en la habitación. Saqué la caja de los fósforos y encendí otro.

—Adiós—dije, dejando caer la cerilla.

—¡Javier!

Me desperté sobresaltado, llevándome la página que se me había pegado a la cara conmigo. A mi lado, David me miraba, a medio camino entre la carcajada y el grito enfurecido. Optó por lo primero, al ver como la hoja se despegaba lentamente de mi rostro. Reaccioné entonces, tomando aquel pedazo de papel y colocándolo en su sitio, para después enterrar aquel tomo con sus hermanos. Pasarían años antes de que alguien se enterase de lo sucedido. Calculé que, para entonces, quizá estuviese enterrado.

Miré entonces a mi amigo. Con la risa aún en la cara, me tendió un puñado de folios, en los que reconocí mi letra. El maldito trabajo. Miré mi reloj; habían pasado dos horas desde el final de las clases. Hice un cálculo rápido de cuánto tiempo me habría llevado escribir aquellas páginas.

—Vete a casa—dije—. Si Montero te ve por aquí, pensará que el trabajo es el que hice esta semana.

—¿Y tiene razón, no?

Hice ademán de darle una patada. Se rió de nuevo, con ganas. Después fue hasta la puerta.

—¡La próxima vez procura no olvidarte los trabajos!—gritó desde allí.

Le maldije. Recogí mis cosas, devolví los libros a su sitio. Mientras colocaba el último de ellos me detuve. Una imagen volvió a mi cabeza, una cerilla cruzando el poco espacio que separaba la mano de un hombre con el suelo. Dediqué un momento a pensar en lo que podía significar aquel sueño. Un millón de ideas cruzaron mi mente. Entre ellas destacaba una, que me gritaba con la inconfundible voz de David. “¿De verdad puedes creer que ese sueño signifique algo? Lo tuyo no es normal”. Suspiré. Realmente hasta yo pensaba que no era normal.

Salí de la biblioteca. El profesor me había dicho que me esperaba en la sala de profesores, así que hacia allí me dirigí. Llamé a la puerta antes de entrar. Montero me indicó al instante que pasara. Sin mediar palabra le tendí el trabajo. Lo cogió y lo ojeó.

—Un trabajo increíble para haberlo hecho en veinte minutos—soltó con calma.

—¿Cómo dice?

—Pues que he entrado hacia las seis y media, y te he visto durmiendo en la biblioteca. Varela parece ser un buen amigo.

No sabía a dónde mirar. Sentía cómo, lentamente, el color rojo se adueñaba de mi rostro. Me mantuve de pie, respirando entrecortadamente, hasta que Montero volvió a hablar.

—Por esta vez pase. Pero que no vuelva a ocurrir. ¿Estamos?

—Por supuesto, no volverá a pasar.

Salí de allí conteniendo las ganas de gritar. Esperé a dejar el colegio. David estaba apoyado en la pared del centro, con los ojos clavados en el suelo. Al escuchar mis pasos levantó la mirada. Asentí.

—Si no tuvieras la cabeza en las nubes no tendríamos que andar montando estos numeritos. ¿Qué tenías esta mañana en la cabeza?

—El monstruo—dije.

—Anda ya, Javier—me espetó—. Vas a acabar consiguiendo que te crea peor que un niño.
Le dejé reírse de su propio chiste todo lo que quiso y más. Cuando acabó, esperé unos segundos, concretamente siete, antes de plantearle el otro tema capaz de abarcar toda mi capacidad de concentración. Él caminaba dos pasos por delante mío.

—¿Qué crees que estará haciendo Marina?

—¡Y ahí está tu otro tema estrella!—gritó David—. En serio, últimamente o hablas del maldito libro o de tu princesa sin reino. ¡Diversifícate un poco, hombre!

Le lancé una mirada amenazante.

—Vale, vale, cálmate—siguió—. ¿Hace cuanto que no la ves?

—Una semana.

—¿Ni siquiera en vuestros encuentros casuales de por la mañana?—preguntó, dándole cierto énfasis a la palabra “casual”.

—¿Qué insinúas?

—Vamos, que todos sabemos que esa ruta la hacías todos los días desde que la viste—se mantuvo en silencio unos instantes, disfrutando el efecto de sus palabras—. En fin, ¿ni siquiera en esos momentos?

—No.

—Vaya, así que se trata de eso…

—¿De qué hablas?

Maldije al instante la pregunta. David cerró los ojos mientras se llevaba una mano al pecho. La apretó con fuerza.

—¿Pero es que no lo ves?—hizo una pausa dramática, esperando ver mi reacción. Yo, que ya había decidido no seguirle la corriente, me mantuve en silencio. Para mi desgracia él continuó—. La dama, encerrada en lo más alto de su castillo, espera a que, valientemente, trepes por un árbol hasta su ventana, te enfrentes al dragón que la custodia, y le des un beso de amor…

—Deja de copiar de cuentos infantiles, anda. En su calle no hay un solo árbol que pueda escalar, en su casa no habita ningún dragón y mucho menos ella me está esperando.

—Por Dios, Javier, déjate llevar por el romanticismo un segundo—se detuvo. Miré a mi alrededor. Estábamos justo enfrente de la librería de Gonzalo. No necesité ver a dónde me señalaba David para saber qué era—. Sube ahí, a buscarla. Llévatela a dar un paseo. La Magdalena es muy bonita en esta época de año cuando las olas llegan hasta lo alto.

—¿Allí es donde las llevas tú para que te den calabazas?—pregunté con sorna.

—Déjate de tonterías. ¿Vas a subir o no?

Alcé la vista hacia el cielo, mirando de reojo la fachada del edificio. La imaginé sentada frente a la ventana, con la vista puesta en mí en aquel momento.

—No—dije.

David se marchó al poco, yo me quedé plantado en mitad de la calle sin saber qué hacer. Lancé una última mirada al piso; capté el leve movimiento de una cortina. Y entonces comencé un viaje sin rumbo.
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sábado, 13 de agosto de 2011

Los misterios de Barcelona

Una historia basada en "El juego del ángel", la novela de Carlos Ruiz Zafón. Concretamente, parte de la misma premisa que crea el protagonista, David Martin, en su primera publicación en La voz de la industria. Por ello, he decidido ponerle el mismo título que lleva en el libro.

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Cae la noche, y la bruma recorre las calles de Barcelona, reptando sobre el asfalto como si de una serpiente se tratase, transformando edificios, objetos y personas en apenas sombras confusas e irreconocibles. A la luz de una farola, un vagabundo apura las últimas gotas de un cartón de vino mientras saca de entre los pliegues de su chaqueta, raída y sucia, un sustituto de cristal. Tirado a la puerta de una pensión barata, de la cual el habían echado por impago dos semanas atrás, su hedor, formado por el aroma de la basura, el alcohol y el sudor en ese orden, anunciaba su presencia. Tenía una barba espesa, con calvas aquí y allá en las cuales se adivinaban viejas cicatrices, y un ojo amoratado, probablemente trofeo de una pelea callejera.

La noche avanzaba, muchas de las sombras desaparecían. Una de aquellas se aproximaba a la luz, que la iluminó hasta transformar la figura en un hombre alto, enfundado en un elegante traje, con las manos en los bolsillos y un cigarro en los labios. El vagabundo lo miró de arriba abajo. Llevaba un corte de pelo impecable, la barba recién afeitada y la mirada cargada de misterio. Sonriendo tras el examen, el vagabundo le tendió su botella.

—Necesitará fuerzas para poner una buena cornamenta—dijo entre dientes.

El hombre dejó caer un gran billete verde, llevándose un dedo a los labios. El vagabundo examinó el papel y, tras darse por satisfecho y esconder el papel en el único bolsillo sin agujeros que le quedaba, repitió el gesto sin molestarse en contener una carcajada. Sólo entonces el hombre aceptó la botella. Dio un buen trago, una última calada a su cigarro, dejó ambos objetos en las manos del mendigo y se internó en la pensión. Diez minutos más tarde, y con los gemidos de una mujer en los oídos, el vagabundo se levantó. Vació la botella de un trago, echándose más de la mitad de su contenido sobre su ropa. Dejó caer el cristal, que se rompió en mil pedazos al tocar el suelo, y echó a andar, en busca de un lugar donde le cambiasen aquel papel verde por un poco de pan y un buen vino.

Las únicas sombras que quedaban ya eran las grandes, las que correspondían a los edificios. El vagabundo se internó entre dos de las siluetas, guiado por una mancha luminosa que resultó ser una bombilla. Bajo ella reconoció el tacto rugoso de la madera. Golpeó la puerta tres veces. Ésta chirrió al ceder el paso a un hombre corpulento, que lanzó al vagabundo una mirada asesina.

—Creía haberte dicho que no quería verte más por aquí—gruñó a modo de saludo.

El mendigo le ofreció el papel verde como quien ofrece una invitación. Se rió al ver la expresión de incredulidad del hombre que le impedía entrar y que, ahora, le invitaba a pasar. Dejó que lo guiaran hasta un gran salón, ampliamente iluminado por dos lámparas de araña. Las mesas se distribuían uniformemente por toda la estancia, procurando ofrecer una buena vista del escenario en el que la banda del local tocaba desde los clásicos hasta la música de la época. Al vagabundo lo sentaron en la mesa más cercana al decorado, y al instante apareció un camarero que le ofrecía una botella de vino mientras le nombraba platos exóticos que sonaban a poco. Pidió algo parecido a un chuletón de ternera, y esperó pacientemente a que se lo sirvieran, dando buena cuenta del tinto que le habían entregado. Necesitó otra botella para cuando le sirvieron la carne.

Devoró el chuletón como si no hubiera mañana. Sólo cuando el hueso cayó limpio sobre el plato se dio por satisfecho. Llamó al camarero para que le trajese la cuenta, y mientras le cobraba terminó de beberse la segunda botella. Cuando éste regresó, le ofreció un platillo con un par de monedas.

—Es imposible que, de ese billete, sólo me quede esto—protestó entre hipidos.

—El señor me ha pedido que añada a la cuenta de esta noche lo que usted debía con anterioridad—se excusó el camarero—, y me ha ordenado comunicarle que aún no está saldada.

El vagabundo, enfurecido y borracho, lanzó la botella contra la pared que tenía más cerca. Antes de que cayera el último trozo de cristal al suelo, el hombre corpulento de la entrada había hecho su aparición, obligando amablemente a que el mendigo abandonase el establecimiento. Al llegar a la salida, lo lanzó como quien se deshace de una bolsa de basura.

—¡Y vuelve cuando tengas otro billete de esos!—le gritó antes de cerrar la puerta.

El vagabundo se puso de pie. Se sacudió la suciedad de la chaqueta, aunque mucha se quedase ya pegada a su ropa. Se internó un poco más en el callejón, buscando un lugar donde aliviarse antes de ir a su refugio para dormir. Allí, rodeado por la oscuridad, se bajó los pantalones y dejó que su vejiga se vaciase libremente, con las manos entrelazadas tras la nuca. Tras terminar, se vistió y caminó hacia la calle principal.

Mientras retornaba oyó unas voces que se escapaban por una ventana entreabierta. Un hombre y una mujer. El vagabundo se asomó por la rendija. El hombre quedaba fuera de su campo de visión, pero la mujer era totalmente apreciable. Enfundada un ajustado vestido rojo que no dejaba nada a la imaginación, su pelo negro enmarcaba su rostro, y sus ojos verdes cautivaban todos los sentidos con una sola mirada. Llevaba un pintalabios del mismo color que su atuendo, y tenía la piel más pálida que había visto nunca.

—Es una lástima que ya te hayas puesto ese pintalabios, Chloé—dijo el hombre, posando una copa de champan junto a la de ella, vacía sobre la mesa y con la marca de sus labios en el borde.

Ella le dedicó una sonrisa como respuesta, y se encaminó a la ventana. Entonces lo vio. La mujer dijo algo que el vagabundo no alcanzó a entender del todo. Sólo comprendió que estaba en peligro cuando el hombre apartó el cristal y le apuntó con un arma.

—Quizá nuestro inesperado visitante quiera entrar con nosotros.

La mujer, Chloé, le abrió la puerta. Lo llevaron hasta una pequeña habitación, sin más muebles que una silla de madera en la que le obligaron a sentarse. Allí, el hombre posó el cañón sobre la frente del vagabundo. El frio metal le sacó del mundo creado por el alcohol.

—¡Yo no sé nada!—balbuceó—¡No he oído nada, lo juro!

—No podemos…—comenzó Chloé, hasta que el hombre la detuvo.

—Esté tranquilo, buen hombre—le dijo, apartando el arma—, tan sólo queremos que nos dé su opinión acerca del nuevo pintalabios de mi acompañante.

La mujer le dedicó una mirada incrédula, mientras el vagabundo asentía frenéticamente.

—¡Haré lo que sea, señor, lo que usted me pida!

—Entonces, Chloé, si haces el favor…—invitó el hombre, guardando la pistola.

Chloé, a regañadientes, se acercó al mendigo. Cada uno de sus movimientos era hipnótico. Se agachó, llevó una mano a la barbilla del vagabundo y le obligó a levantar la cabeza.

Y entonces le besó. A lo largo de un minuto, Chloé se adueñó de su boca; jugó con su lengua como nunca antes una mujer había hecho. Cuando se separaron, el vagabundo se relamió.

—Es exquisito—empezó, buscando las palabras apropiadas—, tiene un sabor que…

Pero no pudo decir nada más. Su boca se paralizó, sus músculos no respondían. Antes de que transcurriese otro minuto jadeaba, tratando de atrapar algo de aire que llevarse a los pulmones. Poco tiempo tardó en caer de la silla, un cuerpo inerte incapaz de sentir. Estaba muerto.

—Creo que necesitaré otro baso de champagne antes de irme—dijo Chloé, abandonando la habitación.
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miércoles, 3 de agosto de 2011

Disparo - primera parte.

Básicamente, un asesinato. Sí, me dedico a planear cómo matar gente. ¿Algún problema?

Está por terminar, publicaré el final pronto. Mientras tanto, ¿alguien se atreve a resolverlo por mi?
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Era una escena tranquila y con cierta paz. El cuerpo cayó, inerte, de espaldas. La sangre manaba de un orificio abierto en su sien derecha y manchaba la alfombra persa. Su mano derecha aferraba el arma, aún caliente, que él mismo había disparado…

—Presumiblemente—dijo Vincent, tras leer mis notas por encima del hombro—. Y, por dios, James, ¿tienes que ser tan específico?

—Sabes que lo mío son las letras, Vincent. Si esperabas más profesionalidad, haber avisado a alguien del oficio.

—Pensé que te esto te gustaría. Investigamos un caso importante, amigo mío. ¡Nada menos que Thomas Wegener, muerto en su despacho! Presiento que será una buena historia para vender.

—Ya veremos.

Vincent rio con ganas y se giró, dispuesto a encarar a los testigos. Tres personas más habitaban la casa aquella tormentosa noche. La primera era Dalia Wegener, esposa del difunto, que aún sollozaba al amparo de un pañuelo. Enfundada en un vestido blanco, impecable, nos recibió en persona, con el maquillaje corrido por las lágrimas. Morena y de ojos oscuros, lucía un peinado tan elaborado que nadie creyó que estuviese durmiendo.

El único varón del trío era Alfred Wegener, hijo del cadáver y heredero de éste. Iba en un pijama de lo que parecía ser seda, y se mantenía firme. Sólo en sus ojos, y en determinados instantes, se notaba un leve rastro de dolor por lo ocurrido. Abrazaba a la tercera en discordia, Lisa Lewis, quien, cubierta por un fino camisón, enterraba la cara en el pecho de su prometido. Las revistas de la prensa del corazón pagaban millones por fotos exclusivas de aquella boda.

El reloj de pared del despacho dio las once. Vincent, en aquel momento, examinaba el cuerpo. El cuerpo estaba tirado en el suelo, en mitad de la habitación, con los ojos abiertos y enfundado en un traje. La sangre había dejado de fluir, y manchaba su cabeza desprovista de pelo. Los ojos contemplaban el techo, vacios. Vincent sujetaba su brazo derecho por la manga, comprobando el arma de cerca. Incluso se lo acercó a la nariz.

—Y dice usted—preguntó cuando estuvo satisfecho— que esta habitación estaba cerrada hasta que ustedes la echaron abajo. ¿Puede decirme cómo?

—Sí, claro—dijo la señora Wegener, con la voz tomada, mientras Vincent caminaba hasta la ventana, cerrada por dentro con pestillo—. La puerta dispone de un pestillo que sólo puede abrirse por dentro. Por eso tuvimos que derribarla.

—Ya veo… ¿Cuánto tiempo llevan para pintar la fachada?

—Un día—esta vez respondió Alfred—. Ayer instalaron los andamios, y por la tarde comenzaron el trabajo.

—Bien… Me gustaría ir al salón y hablar con ustedes. Y no le haría ascos a una taza de café.

Lentamente, Dalia Wegener se giró y echó a andar, seguida por su hijo y su nuera. Vincent caminó detrás de ellos. Yo cerraba la comitiva.

—Señorita Lewis, tenéis algo en el hombro—dijo Vincent cuando alcanzamos la escalera—. Permitidme.

Hizo un gesto que levantó el pelo rubio de Lisa Lewis. Atrapó algo, lo examinó y lo dejó caer. Después, continuó la marcha.

Una vez en el salón, él ocupó un sillón que quedaba frente al sofá que ocupaban los tres habitantes de aquella casa. Extrajo un cigarro del bolsillo de su abrigo y lo encendió.

—A su marido lo han asesinado—dijo, sin inmutarse, antes de que el cigarro llegase a su boca.

Los tres ahogaron un grito; la señora Wegener rompió a llorar. Vincent dejó que el pitillo se consumiese por completo antes de volver a hablar.

—¿Tenía el señor Wegener algún enemigo? ¿Alguien que quisiera verle muerto?

—No, la verdad es que…— comenzó Alfred.

—Sí—interrumpió Dalia—, hay alguien. Richard Reilly. Su relación siempre había tenido sus roces, pero desde que mi marido le negó aquel terreno para construir…

—Entiendo—Vincent miraba a Dalia sin parpadear—, ¿alguien más?

—No, nadie más.

—Bien—dijo, encendiendo otro cigarro—. Ahora, agradecería ese café, antes de seguir con mi investigación.

—Claro, ahora mismo.

—Voy contigo—Lisa se levantó junto con Dalia, en dirección a la cocina, dejándonos solos con Alfred.

En cuanto las mujeres abandonaron el salón, Alfred se levantó y se dirigió al mueble bar. De allí obtuvo una pequeña caja, que contenía algunos puros. Le tendió uno a Vincent, y tras rechazar yo su oferta, se llevó otro a los labios.

—A mi querida prometida—dijo tras encenderlo— no le gusta que fume.

—Parece todo un carácter—observé.

—Lo es. Pobre de aquel que la haga enfadar. Siempre ha de tener lo que quiere, y
cuando lo quiere. Y pobre de aquel que se lo niegue.

—¿Al igual que usted?—preguntó Vincent.

Alfred dejó que una nube de humo lo ocultase antes de responder.

—Sí, al igual que yo. ¿Sospecha de mi?—añadió.

—Aún es pronto para descartar a nadie.

—Yo no maté a mi padre.

Pronunció esas palabras con calma, como si aquello no fuera con él. Sin embargo, se había puesto de pie, y tenía el puño apretado.

Llamaron a la puerta principal. Se oyeron unos pasos, la puerta se abrió. Tras unos instantes de rápida conversación, se volvió a cerrar. Mientras pasaba, nosotros guardábamos silencio. Fue Lisa la que lo interrumpió.

—Cariño, deberías ir a acostarte. Ha sido un día muy duro…

—Sí, tienes razón.

Dejó que el puro se consumiese en el cenicero, y abandonó el salón. Lisa se dirigió a nosotros.

—He preparado dos habitaciones para ustedes, por si gustan en quedarse esta noche. Están en el primer piso, a la izquierda según suben. Son las dos que quedan al fondo del pasillo.

Le faltó tiempo para irse, en pos de los pasos de su prometido. Busqué la mirada perdida de Vincent.

—¿Qué hacemos, pues?

—Me queda una conversación—afirmó—, una conversación más y lo habré resuelto. Tú puedes hacer lo que quieras, James.

Lo seguí; necesitaba cada dato que Vincent reuniese para intentar seguirle la pista. Sin embargo, él siempre veía más allá, captaba algo que a los demás nos resultaba imposible. Era eso lo que marcaba la diferencia.

Ella estaba en la cocina, con una botella en la mano. Dalia Wegener se giró al oír el golpe de mis nudillos contra la madera de la puerta.

—He pensado que quizá preferirían un poco—levantó el envase, que contenía whisky. Le fallaba la voz —. Era la bebida favorita de mi marido, podríamos brindar por…

—Señora Wegener—la interrumpió Vincent—, ¿desde cuándo engaña a su marido?

La botella se rompió en mil pedazos al caer, el líquido mojó mis zapatos. Suspiré. Él nunca actuaba con tacto en estos casos.

—¡¿Cómo se atreve?!—Gritó Dalia—¿Cómo se atreve a insinuar eso el mismo día de su muerte?

—No es una insinuación, si no una afirmación. Salta a la vista que no me equivoco.

En eso tenía razón, yo también lo había notado. Sin embargo, no me atreví a abrir la boca, en parte por la expresión que tenía Dalia y en parte por seguir el razonamiento de Vincent.

—Responda a mi pregunta—insistió.

Dalia se dirigió a un armario, meditó un instante y lo abrió. Cogió una botella del mismo líquido, igual a la que había tirado un instante antes, llenó generosamente un vaso y lo vació de un trago. Repitió aquella acción dos veces más, tomándose su tiempo entre ellas. Esperamos en silencio el momento de su respuesta.

—Desde hace dos años—dijo al fin.

—¿Con quién?—preguntó Vincent.

—¿Eso importa? Con el jardinero—terminó al ver su expresión.

—No sé por qué no me lo esperaba—comenté en voz alta, en un despiste. La mirada que Dalia me lanzó bien podría haberme matado.

—Bien, eso es todo. Si me disculpan, voy al despacho, a ultimar unos detalles. James, por favor, ve a buscar al heredero y a su prometida y llévales allí. Voy a revelar la identidad del asesino.
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lunes, 20 de junio de 2011

Mira

Coge una frase, añádele un sentido y logra que rime. Y tendrás una estrofa. Coge otra frase, búscale un significado similar al anterior. Y tendrás dos estrofas.

Y entonces te dará la pereza, y lo llamarás poema.

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Mira con los ojos de la verdad,
entiende la realidad,
asústate,
y entonces huye.
Y serás igual que cualquier hombre.

Mira con los ojos de la verdad,
entiende la realidad.
Cámbiala a tu antojo,
lucha con arrojo.
Y serás más que un Dios.
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domingo, 5 de junio de 2011

Alma en llamas. Capítulo V



Entre aquella noche y la siguiente vez que vi a Marina, pasaron dos semanas. En ese tiempo comenzó a correr un extraño rumor. Se decía que un hombre, ataviado con gabardina y sobrero oscuros, recorría las calles de Santander al amparo de las sombras para prender fuego a los lugares que, en vida, aquel hombre había sufrido. Al margen de la extraña historia, sí que era cierto que recientemente había aumentado el número de incendios en la ciudad.

Lo cierto es que el asunto era el tema estrella en clase. Se comentaba entre susurros, perfectamente audibles, en cualquier clase. Y eso a nuestros profesores, especialmente al señor Montero, no les hacía ninguna gracia.

—¿De qué hablarán?—pregunté a David, el primer día en que se dio esta situación.

—¿No os habéis enterado?—dijo una voz a nuestra espalda, Miguel, pasándonos un periódico bajo la mesa. Mientras lo cogía, pude ver con claridad como David negaba con la cabeza.

“Arde el Somorrostro”, rezaba un gran titular sobre una imagen en blanco y negro del edificio, aún humeante. Examiné el artículo con atención. En él explicaba cómo una vecina, tras detectar el humo que se escapaba por las rendijas de la puerta del 3º derecha, avisó a los bomberos. Éstos encontraron dentro al propietario, Ignacio Salas, atado y amordazado a una de sus propias sillas. El cuerpo del señor Salas había ardido por completo. Era la única víctima, su mujer había salido con unas amigas suyas. La policía descartó el robo al encontrar las joyas de su esposa, completamente calcinadas.

—¿Tú sabías esto?

—Claro que sí—dijo David—, pero si llego a decírtelo me habrías arrastrado hasta allí.

—Que bien me conoces.

Le iba a decir que iríamos al terminar las clases cuando el señor Montero intervino en nuestra conversación, arrebatándome el diario.

—Veremos lo mucho que os habéis enterado de la guerra civil cuando el viernes que viene entreguéis una redacción de veinte páginas —Dijo con voz potente, haciéndose escuchar por encima del bullicio.

La calle del Somorrostro estaba abarrotada. No nos costó mucho averiguar cuál era la casa, delante de la cual se congregaban los curiosos.

—Dicen que lo torturaron… —Susurraba una maruja a su vecina.

—Pues yo he oído que lo hizo él mismo —respondía esta.

—Si tenemos que fiarnos de los rumores vamos a tener un poco crudo averiguar algo, ¿no crees? — Rió David.

Sonreí por el comentario mientras alzaba la vista, buscando el lugar en el que se concentraban todas las miradas. Aún salía humo de las ventanas del tercer piso. Aprovechando la distracción, nos colamos entre el gentío, hasta dar con una barrera policial.

—Múltiples quemaduras… de segundo y tercer grado. Asfixia por inhalación del humo—Escuché, entre el tumulto de voces.

—Si no fuera por las cuerdas, bien podría ser un accidente —Decía otra voz—. ¿Es el señor Salas?

—Sí —respondió la primera voz—. Y el hijo de puta que se lo cargó le dejó puesto el Lacrimosa de Mozart.

—¿El “Lacrimosa”?—Pregunté a David.

—Un réquiem—contestó—. Irónicamente apropiado.

La policía abrió paso. Pude ver como entre dos hombres tomaban una camilla, cubierta por una sábana en la que se notaban los rasgos de un cuerpo y la llevaban hasta un furgón. Una mano agarró la tela, que se cayó con suavidad, y el cadáver quedó a la vista. La multitud ahogó un grito. Escuché los flashes de algunas cámaras fotográficas. Nadie apartó la mirada del cuerpo durante el tiempo que duró el macabro espectáculo. Ni yo pude apartar la mirada de aquellos restos calcinados.

Las fuerzas del orden disolvieron al gentío, con mucha dificultad. Con el fin del entretenimiento, David y yo nos fuimos. Él tuvo que convencerme de que no podría entrar en aquel piso, que nadie, empezando por él mismo, me lo iba a permitir. Me reí con ganas.

Pese a la insistencia por parte de mi amigo de que dejase correr el asunto, seguí muy de cerca los incendios que acontecieron en las dos últimas semanas de un helado Febrero. Conocía cada rumor, cada hecho relacionado con el caso. Aunque la gran mayoría de las cosas que llegaban a mis oídos tenían ciertos rasgos de novela barata. David no veía con buenos ojos lo que catalogaba como una malsana obsesión. Yo hacía como que escuchaba sus reproches. Normalmente me preguntaba por qué lo hacía. No sabía responderle.

El primer día de Marzo fue un tanto extraño. Un hombre, no, mejor dicho, una bestia se coló en lo más profundo de mis pensamientos. Aquel día me desperté sobresaltado. A penas eran las cuatro y veinte de la madrugada, pero creí conveniente aclarar mi mente. Salí al balcón pero no me fue suficiente. Me ahogaba en el sudor emanado aquella noche y no podía soportar su hedor. Mi hedor, mejor dicho. Apestaba a humo.

Lo sentí durante todo el día. Aquellos ojos azules, cargados de furia, apoyados a la perpetuidad en mi espalda. Vi al ser de mis sueños de nuevo en cada sombra de la calle. Me perseguía, temiendo que escapase. Le pertenecía. Así lo decía su mano, que sólo yo podía ver.

Le conté a David lo que me ocurría. La expresión de total felicidad que traía se transformó en una sombría mueca.

—Usted está mentalmente incapacitado, señor Valverde—dijo, con su voz más tétrica—. Se está volviendo loco.

—Váyase usted a la mierda, doctor—le espeté.

David se rió con ganas hasta que entró el señor Montero.

—Valverde, Monleón—nos dijo, a modo de saludo—, quiero vuestro trabajo sobre la guerra civil sobre mi mesa.

Abrí la mochila y busqué el trabajo, mientras David se lo llevaba. Saqué el estuche, cuadernos, libros… Busqué en cada bolsillo, entre cada página. No estaba. De pronto recordé dónde lo había dejado. Estaba sobre la cama.

—Señor Montero—comencé—, me lo he dejado en casa.

—Bueno, no importa. Puedes hacerlo otra vez esta tarde, al salir de clase.

—O podría ir a casa a buscarlo y traérselo en un momento.

—Prefiero mi idea, Valverde.

Me dejé caer sobre la silla. Hacer ese trabajo me había llevado tres tardes enteras, ¿cómo iba a repetirlo entero en una sola? David volvía de su paseo a la mesa del profesor. Le miré a los ojos. Él, moviendo la cabeza de forma imperceptible, asintió. Mientras Montero comenzaba con la lección escribí una nota. “Sobre la cama, en mi habitación”.

Pese a que los rallos del sol impactaban sobre la biblioteca durante toda la mañana, la cavernosa estancia permanecía siempre helada. Una capa de polvo cubría los libros. Entré, quedando envuelto en un perpetuo silencio, sólo roto por el ruido que hizo la silla cuando la arrastré. Nadie protestó. De hecho, no había nadie más que pudiera oírme.

Me senté, dejando caer mis libros. Bostecé. Pasé las hojas sin prestar mucha atención. Comencé a escribir las pocas palabras que recordaba de mi redacción. El recurso pronto se agotó. Busqué otro volumen, intentando encontrar algo que copiar. El texto de me hizo largo y monótono. Los párpados me pesaban. Traté por todos los medios de mantenerme despierto, pero no pude. Pronto mi cabeza se cayó sobre el libro.
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sábado, 21 de mayo de 2011

Alma en llamas, capítulo IV

Aquel fue el primer día en el que vi al padre de Marina. Francisco Javier Gómez de Olea era un hombre alto, al que el tiempo le había privado del cabello. Aquello, unido a su rostro afilado y esos ojos oscuros y penetrantes que todavía hoy siento en mi espalda, le daban el aspecto amenazador que le gustaba mostrar. Rondaba los cincuenta, enfundado siempre con impecables trajes que pagaba con las ganancias de su negocio de construcción. Su historia siempre comenzaba igual, con la bala que atravesó el cráneo de aquel hombre que lo había retenido durante la guerra. Ficticia o real, todo aquel que la escuchaba la tomaba por cierta. Era conocido por su fama de hombre hecho a sí mismo. Las pocas veces que hablamos pude ver con claridad el muro que construyó entre él mismo y el mundo. Aquel día, no había diferencia alguna.

Otro cantar era su mujer. Verónica Mazzola lloraba en el suelo, frente al cuerpo inerte que había sido su padre. Reconocí en ella el pelo rubio de su hija, pero nada más. Sus ojos marrones se ocultaban tras las manos que hacían de filtro ante sus gemidos desconsolados. Su marido la dejó desahogarse allí, en mitad del salón, mientras discutía los pormenores del fallecimiento con una pareja de policías, a quienes David también había avisado. Ellos le confirmaron que la muerte se debía a causas naturales, que el corazón de aquel anciano se había parado por la edad, y que aquellos dos chavales que estaban en una esquina no tenían nada que ver.

Marina también estaba allí. Al llegar se sentó en una silla, en la cocina, sin mediar palabra. David fue quien me dijo que había llegado, a él la muerte no parecía haberle afectado tanto. O quizá fuese que a mí me había impactado demasiado. Estaba petrificado, frente a la ventana, oyendo conversaciones a mi alrededor pero incapaz de escuchar ninguna. Él casi tuvo que arrastrarme hasta el baño, donde me metió bajo un grifo en un intento de sacarme de mi trance. El chorro de agua fría lo logró.

Las primeras palabras que dediqué a mi amigo fueron un conjunto de vocablos de soez significado, haciendo alusión a la genial idea de mantenerme bajo la corriente un par de minutos. El se defendió diciendo que los golpes ya no surtían efecto. Bastó que los mencionase para sentir el dolor en distintas zonas de mi cuerpo. Maldije de nuevo sus ideas de bombero retirado.

—Javier, deberíamos irnos.

Sí, debíamos. Aquel era un momento para la familia, sin desconocidos de por medio. Incluso los policías se iban. Yo ya no pintaba nada allí, nada podía contarme la historia que aquel anciano sabía. Hice un gesto con la cabeza a David, y caminé hacia la puerta principal.

—¿Javier?

La voz sonó a mi espalda, frágil, apenas un susurro. Me volví lentamente. La figura de Marina se dejaba intuir en la cocina. Le dediqué un segundo gesto a David, el cual entendió a la perfección. Se despidió de mí con un gruñido de protesta, y desapareció por la puerta. Cuando se fue entré en la estancia donde ella me esperaba. Nuestras miradas se cruzaron durante una fracción de segundo, antes de que ella se abalanzase sobre mí. Hundió la cabeza en mi pecho, aferrándose a mi camisa, llorando.

Pensé que quedarse allí no era una buena idea. Salimos a la calle. Fuera atardecía. El manto de la noche se echaba sobre nosotros. Había perdido el día, sin darme cuenta del tiempo que había pasado. Mi estómago me gruñó a modo de protesta; lo único que había comido fue el desayuno. Hice una broma al respecto. Marina me regaló la sonrisa más triste que he visto nunca. Caminamos por el paseo de la Pereda. Nos detuvimos en el puerto. Ella se sentó en el bordillo, mirando al mar. No abrió la boca, ni siquiera para preguntarme por qué era el primero que supo lo que le había ocurrido a su abuelo. Se limitó a observar los últimos rayos de sol que brillaban sobre la superficie del agua.

Me senté junto a ella, rodeando sus hombros con mi brazo. Ella apoyó la cabeza sobre el mío. Pude ver sus ojos azules, vidriosos, donde no quedaba una sola lágrima.

—Marina…

No me respondió. Ni siquiera parecía haberme escuchado. El sol, cobarde, me dejó a solas con ella. Pude sentir cómo tiritaba de frio dentro de aquel vestido blanco de lana. Intenté hacer que se levantara, pero no pude. Me miró a los ojos. Vi en ellos que quería quedarse un poco más. Esperé, junto a ella, el tiempo que necesitó. Durante meses había soñado con un momento así. Marina y yo, solos en aquella ciudad. Cruel el destino, ahora me daba esta oportunidad. Deseé tener la labia de aquellos personajes de ficción capaces de decir lo apropiado en cada momento. A mí se me había reservado el papel de “tonto del pueblo”.

Guié a Marina hasta la playa. Ella se dejaba llevar, sin mediar palabra. Nos sentamos en la arena, mirando al faro de la isla de Mouro. Meses después me diría que odiaba playa. Pero no aquella noche.

—Gracias—me dijo.

Aún guardo aquella imagen en mi memoria, grabada a fuego. Ella, enfundada en un vestido blanco que terminaba antes de llegas a las rodillas, con las piernas extendidas, una sobre otra. Una mano en el regazo, la otra hundida en la arena. Me miraba fijamente, sus ojos de color del cielo clavados en los míos. Su pelo rubio formaba tirabuzones perfectos, que caían elegantemente sobre su espalda. La creí un ángel. Con aquella idea en la cabeza me incliné hacia ella. Recuerdo el hormigueo que recorrió mi espalda al sentir sus labios, unidos a los míos. Aquella sensación me duró toda la eternidad que pasamos, en la oscuridad de la noche, antes de separarnos. Una eternidad que se me hizo corta.

La acompañé hasta su casa. Hicimos todo el trayecto mudos, caminando uno junto al otro, pero con toda la tierra separándonos. Pasé el camino buscando las palabras necesarias para despedirme y pedir perdón, pero ninguna de ellas me pareció lo suficientemente buena. Antes de darme cuenta, estábamos frente a su portal.

—Bueno…—fue todo lo que acerté a decir.

Me llevé la mano a la cabeza, tomando un mechón de pelo y rizándolo, como hacía cada vez que estaba nervioso. Ella me sonrió. Di un paso hacia ella, para besarle la mejilla a modo de despedida. De nuevo, me perdí en sus labios.

Volví a verla aquella noche, en sueños. Estábamos en la misma playa que aquella tarde tumbados sobre la arena. Yo mantenía los ojos cerrados. Ella me cantaba en un susurro. De pronto la canción se apagó. Me levanté, sobresaltado. Marina me miraba desde el mar. Eché a correr hacia ella. No pude alcanzar aquella mano tendida, aquella sonrisa. Tropecé, caí al agua. Desde allí pude rozarla. Su cuerpo se convirtió en cenizas, y el viento se las llevó. Por un segundo pude sentir su mano, apoyada en mi mejilla.
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domingo, 8 de mayo de 2011

Devorador

A veces, incluso yo mismo me doy miedo
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—Buenos días, inspector Graunt.

El hombre que acababa de entrar apartó la vista de la carpeta que tenía entre las manos. Se hallaba en una habitación pequeña, que apenas contaba con un par de sillas puestas una frente a la otra, y una mesa que las separaba. En la que quedaba frente a un gran espejo se encontraba otra persona, un varón de pelo negro y ojos oscuros, esposado al respaldo de su asiento. El recién llegado se sentó frente a él, y sin mediar palabra desplegó el contenido de su carpeta, una serie de fotografías, sobre la madera.

—¿Me trae usted espectáculo, inspector?

—Míralas detenidamente, Vincent—dijo Graunt, aunque no hizo falta. El moreno no podía apartar la vista. Se relamió.

—Es una auténtica obra de arte—respondió él.

Las imágenes mostraban un cuerpo tirado en la calle. Inerte, muerto. Era una mujer, cubierta totalmente por su propia sangre y totalmente desnuda. Habían separado sus extremidades, y la cabeza se apoyaba sobre el estómago.

—Eres repugnante—soltó el inspector.

—No, que va. Simplemente no compartes mi punto de vista—añadió Vincent— ¿Ha matado usted a alguien?

—Sí.

—No me refería a eso, inspector—dijo él—,si no si ha matado a alguien por el placer de hacerlo. Es una sensación tan gratificante sentir la sangre ajena en las manos...

—¿Es eso una confesión? —preguntó Graunt.

—¿Le gustaría acabar ya, inspector? Por favor, quédese un rato más. Ni siquiera he empezado a divertirme.

Graunt se levantó. Derribó la mesa de una patada, y agarró a Vincent por el cuello, levantándolo con facilidad. El moreno parecía disfrutar con aquello.

—Dime lo que quiero saber antes de que te abra un agujero en el cráneo.

—La maté yo—respondió el otro—. A ella, a sus amigas… A todas. Aún puedo escuchar sus gritos de agonía en mis oídos. Oh, sí. El sabor de su sangre era tan delicioso…

El inspector le golpeó con la mano que tenía libre. Vincent giró la cabeza con el impacto. Se rió. Volvió a encarar a Graunt.

—¡Déjeme probar su sangre, inspector!

Antes de que pudiese evitarlo, Vincent se abalanzó sobre él. Ambos cayeron. El moreno hundió los colmillos en el cuello del inspector, que aulló de dolor. La sangre manaba. Graunt pudo sacar su pistola y disparar al aire. Alguien vino, un agente, que con un esfuerzo sobrehumano apartó a Vincent de él. Otra persona sacó al inspector de la sala.

—¡La próxima vez me beberé toda su sangre, inspector!
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Karen

Fumiis debería pensarse mejor a quien le cuenta sus sueños... xD

Advertencias: Lime, Femslash/Yuri/comoqueraisllamarlo:

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Debía ser cerca de la media noche. Una chica paseaba bajo la luz de la luna, enfundada en un vestido negro de fiesta. Se pasó una mano por el pelo, igual de oscuro que el vestido. Estaba notablemente mareada.

—¿Quién te mandó beber esa mierda, Karen?—Se preguntó a sí misma.

Apoyó la espalda en una pared, todo le daba vueltas. Buscó en su bolso una botella de agua, que no encontró. Se llevó la mano a la frente, esperando que la suave brisa la despejara un poco. En el silencio de la noche escuchó unos pasos. Alzó la mirada de suelo, para encontrarse con una mujer. Sus ojos recorrieron su cuerpo, desde sus pies hasta su pelo rubio, fijándose en cada detalle del corto vestido azul que la envolvía. De pronto se encontró con los ojos de ella, castaños, profundos como una cueva que se internaba en la tierra. Karen achacó su presencia a los efectos de alcohol, dándole la categoría de alucinación. Cambió de idea cuando aquella mujer llevó una mano a su barbilla, obligándola a levantar la cabeza. En un instante se adueñó de los labios de la morena. Karen, completamente desorientada, se dejó llevar.

La mujer la cogió por la cintura, atrayéndola hacia sí. Profundizó el beso, jugando con la lengua de Karen y el piercing que tenía bajo esta. Recorrió cada centímetro de su boca. Karen tardó en darse cuenta de lo que estaba sucediendo.

¿Qué estoy haciendo?—pensó—Es una chica, Karen, una chica. ¿Qué hago?

Su mente se dedicaba a pensar mientras su cuerpo se dejaba hacer. Se entregó a las caricias que aquella mujer inconscientemente. Aquellas manos la recorrieron por completo, haciéndola sentir cosas que nunca había imaginado.

¡A la mierda!— se gritó a sí misma.

Tomó el control de su cuerpo. Llevó una mano a la espalda de aquella mujer, y enredó los dedos de la otra en su pelo rubio. Besó y mordió sus labios, recorrió su cuello y atrapó el lóbulo de su oreja derecha. Recorrió aquella espalda, encontrándose varias veces con la cremallera del vestido. La mujer la detuvo un instante. La rodeó, situándose a su espalda.

—Cierra los ojos— le dijo al oído.

Karen obedeció. Sintió una mano en su pecho, otra en su mejilla que la obligaba a ladear la cabeza. Un nuevo beso, fugaz. Apenas un roce. Y después, nada. Un minuto permaneció Karen allí parada, esperando, hasta que abrió los ojos. Estaba sola.

—Maldito sea el alcohol.
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viernes, 6 de mayo de 2011

Alma en llamas. capítulo III

Durante el resto de la semana el sueño se repitió. Desperté cada día envuelto en sudor. La cama quedaba completamente deshecha, e incluso las sábanas presentaban roturas. Le expliqué a mi madre que había tenido una pesadilla muy vívida; eso bastó.

Hasta el fin de semana siguiente no tuve tiempo de ir a visitar de nuevo a aquel anciano, cuyos conocimientos del tema me resultaban intrigantes. Conocía a Eduardo Martín—y, por algún motivo, me confundía con él—, autor de uno de los capítulos del libro que ocultaba bajo mi colchón y presunto pirómano. Si realmente quería investigar aquel tema, aquella era una oportunidad única.

Realmente ni yo entiendo por qué ese libro me interesaba tanto. Supongo qe me fascinaba la posibilidad de que, y por muy improbable que fuese, aquellas historias fueran ciertas. Y el hecho de que la acción, por llamarlo de alguna forma, saltase desde Barcelona a Chicago, y regresase a España, me llamaba la atención.

Aquel sábado me levanté al alba. Recuerdo haber visto cómo salía el sol, sus rayos de luz reflejados sobre la superficie de un mar en calma, sentado al borde del agua. Un impulso más. Esperé durante unos minutos, mientras un barco se alejaba del puerto. Regresé con el tiempo suficiente para colarme entre las sábanas y así fingir que seguía dormido a ojos de mi madre. Ni qué decir que me descubrió.

— ¿Dónde has estado? —preguntó apenas hube puesto un pié en la cocina, apenas una hora después de mi regreso.

—En mi cama—respondí, fingiendo que la pregunta me pillaba por sorpresa.

—Entonces el rastro de arena que hay desde la puerta de casa hasta tu habitación me lo he imaginado.

Me maldije por ponérselo tan fácil.

—Supongo—dije, tomando el bol del desayuno.

—Y…—mi madre se acercó a mí, moviendo las cejas— ¿cómo se llama ella?

Escupí la leche, atragantado. Ella me dio unos golpes en la espalda, intentando que se me pasase. Un instante después recuperé el aliento.

— ¿Qué?—inquirí con voz entrecortada.

—Habéis ido juntos a ver el amanecer, lo sé. Que romántico… Recuerdo que, hace años, tu padre y yo también lo hacíamos. Él se plantaba bajo mi ventana, lanzaba unas piedras contra el cristal para llamarme y me gritaba que…

Engullí lo que quedaba de desayuno y salí corriendo, evitando así una vez más la historia que protagonizaron mis progenitores. No era la primera vez que intentaba contármela, aunque yo siempre mostraba el mismo interés que aquella fría mañana de febrero.

—¡Luego me pedirás ayuda, seguro!—Gritó cuando se dio cuenta de que me había ido, mientras yo cerraba la puerta de casa.

Cuando salí eran las nueve de la mañana, según mis cálculos. Si estaba en lo cierto, quedaba como mínimo una hora para que David pensase siquiera en levantarse. Bajé por Miguel de Artigas hasta la plaza del ayuntamiento, sentándome en un banco a dejar pasar el tiempo.

La gente pasaba a mí alrededor sin detenerse a mirar nada. Hombres que iban a abrir sus negocios, mujeres de compras. Algún saludo a medias si miradas conocidas se cruzaban, pero no pasaba de ahí. La suave brisa traía una hoja, robada a un árbol cercano. Su frio aliento se colaba entre mi ropa, congelándome hasta los huesos. Nada más pasó hasta el momento en el que decidí que, fuese la hora que fuese, David tendría que levantarse.

— ¿Tú sabes qué hora es? —me dijo unos minutos después. Estaba notablemente enfadado, quizá por el golpe que le propiné con un cojín en un intento de despertarlo.

—No—respondí, con total sinceridad.

Se apoyó en la cama, tratando de levantarse del suelo. Mientras se volvía a meter entre las sábanas, abrí la ventana de par en par. En viento helado terminó de despertarlo. Se vistió lentamente, pidiendo piedad a gritos.

— ¿Y qué haces aquí?

—Vengo para que me acompañes a ver al abuelo.

—¿Otra vez con esto?—Me apuntó con un dedo, llevándose la otra mano al pelo—. Creo haberte dicho que no cuentes conmigo.

—Necesito que me acompañes—dije, apartando su mano de un golpe—. Hay algo que tienes que oír. Además, esa pose te hace parecer imbécil.

—Vaya, tendré que trabajarme otra.

—Anda, vamos. A ver si hay suerte y te cae encima la granizada que te hace falta.

Llevé a David casi a rastras hasta el edificio del viejo. Me paré al llegar, mirando el portal.

—Ahora que me has traído hasta aquí, no me hagas esperar—dijo.

Conté setenta y dos escalones. Dieciocho por piso, nueve por cada giro. Los subí uno a uno, pensando mientras qué iba a decir. Si llevaba a David era tan sólo para no echarme atrás. Llevaba toda la semana convenciéndome a mí mismo para hacer esto, y aquella mañana aún no lo había logrado del todo. Cuando quise darme cuenta, y mientras buscaba razones para ir corriendo a casa, mi amigo llamaba a la puerta, que se hizo a un lado al instante.

Entramos. Arrastré los pies hasta el salón, el mismo lugar donde había encontrado al anciano. Él se encontraba sentado en el mismo sillón de la última vez. No supe qué decir.

—¿Quién es?—preguntó el anciano.

—Soy Martín—respondí—. Venía a hablar con usted, si es que no está muy ocupado.

—No, Martín, no es problema—dijo, notablemente cansado—. ¿Qué quieres contarme?

—Pues…—una idea cruzó de pronto por mi mente—. Quería ponerle al día sobre aquella “sombra”, pero no recuerdo exactamente hasta que punto conversamos sobre el tema.

—Oye, Javier—me susurró David—, ¿por qué tienes que mentirle?

Lo pensé por un segundo. Él estaba en lo cierto, ¿por qué tenía que engañar al anciano? Bastaba con preguntar. Pero, a estas alturas de la historia, rectificar era algo impensable. Me debatía entre estas dos opciones cuando mi anfitrión me interrumpió.

—Huya.

— ¿Cómo dice?

—Es lo que usted me recomendó. “Huya, y no vuelva a esta ciudad”, me dijo. Que me mantuviera alejado de aquel libro maldito…

Lentamente, la voz del anciano se fue apagando. Se quedó dormido ante mis ojos, de nuevo. Estaba notablemente fatigado. Su respiración era muy suave, muy tranquila.

—Me parece que debemos irnos, David—dije, encaminándome a la salida.

Cuando mi mano tocó el pomo de la puerta principal me giré. Mi amigo no me había seguido. Deshice mis pasos, encontrándolo de pie en el mismo sitio en el que había permanecido durante toda la conversación. Su mirada revelaba un nerviosismo inesperado en él.

— ¿Ocurre algo?—pregunté.

David se abalanzó sobre el anciano, apoyando dos dedos en su cuello.

—Javier, no tiene pulso.

— ¿Cómo?

—¡Que no tiene pulso! ¡Y no respira!

Me acerqué yo también, dispuesto a demostrarle que se equivocaba. Cogí aquel brazo, frágil y arrugado, por la muñeca, sujetándolo con dos dedos. No notaba nada. Me acerqué a su rostro, posé la mano en su pecho. Nada. Sentí como el color se iba de mi cara.

—David, busca un teléfono—dije, con una calma que no era mía.

Me quedé junto al anciano mientras mi amigo corría, desesperado. De pie, sin abrir la boca, sin parpadear siquiera. No podía moverme. Veía como aquel hombre, tan marcado por el paso del tiempo, se iba poco a poco hacia un lugar desconocido, y no me sentía capaz de hacer nada. Ni siquiera pensar en otra cosa, más que en el hecho de que si él moría, yo perdería aquella historia que tanto necesitaba oír.

Perdí la noción del tiempo. No recuerdo en qué momento David volvió a mi lado, ni cuando apareció aquel hombre que, con un empujón en el pecho, me alejó del anciano. Vi como le buscaba el pulso, cómo aplicaba las técnicas que creía necesarias, hasta que se volvió hacia mí.

—Lo siento, chaval—dijo—. Tu abuelo ha fallecido.

El hombre se quedó con nosotros un par de minutos, antes de irse. Reaccioné cuando, tras zarandearme y gritarme, David me abofeteó. Me dijo que debíamos contárselo a alguien. Le pregunté donde estaba el teléfono. Arrastré los pies hasta el aparato. Había una agenda junto a él. El primer número aparecía indicado únicamente como “hijo”. Lo marqué. Me respondió una voz dulce, un timbre femenino cuya musicalidad me sonaba. Sin embargo, mi cabeza no era capaz de reconocer sonidos. Le indiqué la dirección desde la que llamaba, preguntando si conocía al anciano. Me lo confirmó, afirmando que era su nieta.

No pude encontrar una forma fácil de decirlo, así que lo hice sin rodeos. Poca idea tenía yo de que estaba informando a Marina de que su abuelo acababa de morir ante mis ojos.
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