martes, 23 de agosto de 2011

El poder de la magia

Lo que tiene ver pelis de magos xD.
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Tom caminaba por la calle, cogido de la mano de su madre mientras le regalaba una gran sonrisa a todo aquel que le cruzase una mirada con él. Los transeúntes, inspirados por el gesto de un niño que dos días atrás había alcanzado los diez años, le saludaban y sonreían con una pequeña parte de su contagiosa alegría. Su padre, un hombre que pasaba la vida trabajando y al que apenas veía, había conseguido dos entradas para un espectáculo de magia, diciéndole que se fijase en cada pequeño detalle y después, cuando estuvieran ambos en casa, se lo contase todo. Entonces, Tom se abalanzó sobre él.

El teatro era un gran edificio de fachada elegantemente iluminada, con un letrero luminoso que atraía las miradas cubierto por aquellas extrañas formas que sólo su madre sabía descifrar.

—El gran mago Magno–le dijo, señalando aquellas manchas negras –. Ya hemos llegado, Tom.

Se acercaron a la entrada cuando llegaba un coche tirado por caballos. De él se bajaron dos personas, un hombre y una mujer. Una vocecita en su cabeza, apenas un eco de la voz de su padre, le dio la respuesta a la pregunta que aún no había formulado. “Gente importante”. Como le habían enseñado, se hizo a un lado junto a su madre, manteniendo la amplia sonrisa. El hombre pasó de largo, entregándole al chico que vigilaba la puerta dos papeles como los que su madre guardaba. La mujer, sin embargo, le dedicó una dulce sonrisa antes de seguir a su acompañante a través del hueco que habían abierto para ellos. Cuando el teatro se los tragó, Tom se dirigió al chico que cerraba la abertura.

—¡He venido a ver al mago!—anunció, eufórico, mientras su madre le mostraba aquellos papeles llenos de formas. El chico les abrió las puertas sin aquella sonrisa servicial que le dedicó a los anteriores espectadores. Madre e hijo entraron de la mano.

Su padre había conseguido dos asientos en la decimoquinta fila, bastante alejada del escenario pero lo suficientemente cerca para poder ver bien. Las butacas eran cómodas, de terciopelo rojo, y se contaban por cientos. En las paredes, palcos mejor acomodados, que permitían una gran panorámica de toda la escena, destinados para la “gente importante”. Tom reconoció sentados a la pareja que había llegado en aquel coche, quienes miraban de reojo el telón que cubría todo el escenario. El teatro, que cuando Tom y su madre habían llegado estaba prácticamente vacío, se fue llenando poco a poco. Para su mala suerte, un hombre alto se sentó justo frente a Tom, impidiéndole ver bien. Él, en su mente, le gritó “gigantón”, con tanta fuerza que el apodo se le escapó en un susurro.

Al fin, el telón se levantó. Una hermosa mujer, que Tom reconoció como la princesa de uno de aquellos cuentos que su madre le leía antes de dormir, cruzó el escenario entrando por una oreja del gigantón y saliendo por la otra. Tom se puso en pie sobre la butaca, intentando ver por encima de él, pero era tan alto que aun así no podía. Apenas distinguía a la mujer, que se movía por el escenario. Esperó a llegar al centro antes de hablar.

—Damas y caballeros–comenzó—, tengo el placer de presentarles… ¡al gran mago Magno!

El aplauso fue generalizado, y cuando el mago apareció de la nada envuelto en una nube de humo se convirtió en una ovación. Tom observaba con los ojos y la boca muy abiertos cada gesto, cada paso. Su madre al principio sonreía a cada suspiro y grito de su hijo, pero después se centró en el espectáculo, olvidándose de todo lo demás.

Pero cuando comenzó con los números importantes, Tom se desilusionó. Desde su asiento apenas podía ver nada. Aprovechando que su madre estaba distraída, se deslizó de su asiento y se fue acercando poco a poco al escenario. Se encaramó a la madera cuando el mago pidió un voluntario.

—Vaya, ya no hace falta—dijo al ver a Tom—. Oye, chico, ¿quieres ayudarme?

Tom asintió con entusiasmo y subió al escenario. El mago le mostró una jaula que contenía una paloma blanca y le pidió que la cubriera con un pañuelo que la mujer le dio. Él hizo lo que le pidieron, fijándose en todo lo que Magno hacía.

—Y a la de tres, tira del pañuelo—le pidió el mago—. Una, dos… ¡y tres!

Tom tiró. La tela se apartó con facilidad, como si el objeto que ocultaba no existiese. Y de hecho, no había objeto. La jaula había desaparecido por completo, paloma incluida. Tom abrió mucho la boca de sorpresa.

—Y ahora—siguió Magno—, cubre mi mano con el pañuelo, por favor.

Él lo hizo, deseando ver el siguiente truco. El bulto bajo la tela creció un poco. Y al gesto del mago, volvió a tirar. Magno sujetaba a la paloma con su mano. Tom, junto a todo el público, estalló en un aplauso. El mago la dejó volar libre por el teatro, hasta que esta se posó en uno de los palcos.

Después bajó del escenario, aunque no fue hacia su asiento. La ayudante del mago le había puesto una silla en el centro del pasillo, en primera fila. Cuando Tom se sentó, ella le sonrió.

—Te vi saltando para poder ver el espectáculo–le dijo en un susurro, dándole un beso en la frente.

Sólo entonces se fijó en ella. La mujer le guiñó un ojo azul antes de darse la vuelta para volver a las escaleras; su pelo rubio, que se rizaba formando tirabuzones perfectos, giró con ella. Iba enfundada en un corsé de seda negra, que terminaba en una falda corta. Tom se dijo a sí mismo que era imposible que fuese la princesa de un cuento: era demasiado bonita como para poder serlo.

El mago se dirigió al público una vez más.

—Y ahora, damas y caballeros, es la hora de que mi ayudante desaparezca—anunció—, aunque no creo que tarde mucho en volver. Si hacer desaparecer una paloma es difícil, hacerlo con una persona lo es aún más. Por favor, no lo intenten con sus mujeres.

Hubo una risa general. Tom se dijo que había dicho un chiste, aunque no lo había entendido del todo. Su ayudante llevó una caja al centro del escenario, abriéndola para que el público lo viese. Totalmente vacía. La mujer se metió en la caja. Tom se acercó un poco más; estaba sentado casi en el aire. El mago cerró la caja y la aseguró con un candado.

—Ahora mismo, es imposible salir de esta caja—dijo, mientras un hombre le traía una gran espada—. Mi ayudante Arianne desconoce por lo que voy a hacer a continuación. La atravesaré con esta espada. Y si no hay error, saldrá ilesa.

Y sin esperar un instante, Magno hundió la hoja con todas sus fuerzas en la caja, hasta la empuñadura. No hubo grito alguno. Repitió el proceso dos veces más, antes de darse por satisfecho. Después abrió el candado y la caja. Estaba vacía de nuevo.

—Y ahora, damas y caballeros, si se giran y reciben con un aplauso a mi ayudante…

Tom se giró sobre su silla. Arianne, la ayudante del mago, caminaba a lo largo del pasillo, sonriendo y saludando a todo el público. Al llegar junto a Tom le revolvió el pelo, y regresó al escenario.

—Lamento anunciar que éste será el último efecto de esta noche—dijo el mago, con un deje de tristeza en la voz—, pero también será el más espectacular. Necesitaré dos voluntarios, que elegirá mi ayudante— Arianne señaló a dos hombres, que subieron rápido al escenario entre aplausos—. Caballeros, me gustaría que atasen mis manos y mis pies con las cuerdas.

Mientras ellos lo hacían, otras dos personas llevaron hasta el escenario un gran tanque de agua, que se abría por el techo. Una vez estuvo bien atado, el mago dijo:

—Damas y caballeros, si alguien teme ver a un hombre ahogándose, les recomiendo que abandonen la sala.

Un gancho descendió del techo. Arianne lo enganchó a las cuerdas de sus muñecas y lo subieron, dejándolo caer en el agua. Una cortina cayó sobre el tanque, cubriéndolo por completo pero dejando que se adivinase su forma bajo ella. Transcurrió un minuto completo hasta que la ayudante lo destapó. Dentro del tanque sólo quedaba agua.

—Y como llegué—gritó la voz del mago, resonando por todo el teatro—me voy. Ha sido un placer tenerles esta noche con nosotros. No duden en volver, ¡intenten descubrir el engaño!

Aquella noche, Tom abandonó el teatro lleno de euforia, y con un deje de tristeza. Allí decidió que, cuando creciese, sería mago, el mejor del mundo. Cualquier cosa que le permitiese tener una ayudante como Arianne.
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viernes, 19 de agosto de 2011

El color de la muerte

La segunda de las historias basadas en "El juego del Ángel", de Carlos Ruiz Zafón, en concreto, en las historias que el protagonista escribe para el diaro "La voz de la industria".

A menudo, la muerte emplea diversos trucos para engatusar a sus víctimas. A veces emplea el color verde del dinero, otras el rojo de los labios de una mujer.

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El hombre dejó caer la cuchilla y se lavó la cara. Examinó cada centímetro de la piel de su rostro y, tras darse por satisfecho, recogió los artilugios de afeitado. Se enfundó en el mejor de sus trajes y se miró al espejo.
—James, estás hecho todo un triunfador—se dijo en voz alta. Su reflejo le guiñó un ojo.

James Graunt había llegado cinco años atrás a la Ciudad Condal, escondido junto a su madre en un vagón de mercancías. Durante meses habitaron una pequeña casa al borde del derrumbe de las afueras de Barcelona, sin luz ni agua corriente, cuya puerta carecía de cierre alguno. Su madre encontró trabajo en una compañía eléctrica, limpiando las oficinas. A veces llevaba a James, para que le ayudara y le hiciera compañía.

En una de aquellas ocasiones coincidió con uno de los trabajadores de la compañía. Al verlo, el hombre dejó de murmurar improperios para mirarlo de arriba abajo.

—Chico, ¿quieres ganarte unas monedas?—le preguntó. James asintió con entusiasmo.

Aquel hombre le llevó a la calle, hasta un barrio en obras donde instalaban el tendido eléctrico. Le dijo que se llamaba Diego. Al llegar le ofreció un cable, y le señaló un poste cercano.

—Sólo tienes que subir ahí y colocar esto. ¿Crees que podrás?

James asintió de nuevo, agarró el cable y comenzó a trepar. El madero alcanzaba una altura de dos pisos. En lo más alto había una caja, con un par de cables más como aquel. James colocó el suyo como pudo, fijándose en cómo estaban dispuestos los demás, mientras se sujetaba con las piernas para no caer. Al terminar, miró abajo antes de comenzar el descenso.

Le pudieron los nervios, la cabeza le daba vueltas. Antes de poder evitarlo se precipitaba hacia el suelo. Diego lo cogió al vuelo.

—Bien hecho—le dijo, dejándolo en el suelo—, pero la próxima vez baja más despacio.

Así comenzó a trabajar en la compañía eléctrica, primero a las órdenes de Diego y, tras dos años, dando él las órdenes, relegando en otros las tareas que él mismo tuvo que realizar alguna vez. Pronto, el director y dueño de la empresa, don Roberto Vidal, se fijó en él y lo adoptó como su pupilo. Sus ideas comerciales multiplicaron los beneficios. James obtuvo así un despacho, un salario digno de un noble y una vida llena de lujos. Se compró un piso en el centro, amueblado con todas las comodidades del mundo. Su madre prefirió permanecer en la casa a medio derruir de las afueras. Moriría limpiando el despacho de su hijo. Diego abandonó la empresa; James lo despidió para sustituirlo por gente más joven, con menor cabeza y manos más baratas.

Don Roberto pronto adoptaría a James, tratándolo como si fuera su propio hijo. Lo convirtió en su heredero y lo instó a comer domingo si domingo también en su propia casa con él y su esposa, Lucía Sagnier, una mujer que podría haber sido su hija. James no tardó en ganarse sus favores. Don Roberto, cegado por el color y el olor del dinero, nunca sospechó que aquella aventura que nunca pudo ver, pese a su obviedad, fuese a marcar el final de su historia.

Y así, exactamente una semana antes de esta noche, James se reunió con Lucía Sagnier en una pensión, cuya discreción siempre estaba en venta. La bruma cubría por completo Barcelona. Bajo la luz de una farola a la puerta de la posada le saludó un mendigo, ofreciéndole una botella de vino. James le dejó caer uno de los billetes de su cartera y subió las escaleras. Lucía le esperaba en una habitación del primer piso. Lo recibió de pie, enfundada en un vestido de tubo verde oscuro, que nacía en el pecho y moría antes de las rodillas, y que soltó una vez James cerró la puerta tras de sí. La tela cayó sola, lentamente, descubriendo las formas de la mujer. Y Lucía, con un beso, arrastró a James hasta la cama.

Dos horas y tres botellas de vino después, James disfrutaba un cigarrillo tirado sobre la cama mientras Lucía se vestía. Bebió el último sorbo de su copa, se colocó el pelo y ajustó el cierre de su vestido.

—Estoy cansada de esconderme—dijo—. ¿Por qué no podemos salir de esta pocilga y vivir nuestro amor bajo la luna?

—Lo sabes perfectamente, cielo—respondió James, poniéndose en pie—. Porque si tu marido nos descubriese, a mi me despide y a ti te abandona. Y ya sabes lo que eso significa.

—Entonces—continuó Lucía, tomándolo del cuello—, ya sabes lo que tenemos que hacer.

Y se despidió de él con un suave beso. No volverían a verse en una semana; en concreto, hasta esta noche. En el homenaje por la muerte de Roberto Vidal.

James bajó a la calle, donde le esperaba un coche de alquiler, un vehículo con brillante carrocería y un ángel de plata como mascarón de proa. La ocasión merecía que el heredero de la más importante compañía eléctrica acudiese al evento en un Rolls Royce.

Para el acontecimiento se alquiló todo un hotel, dejando las habitaciones vacías por si algún invitado decidía pasar la noche allí. Habían dispuesto a todo un ejército de botones que abrían las puertas de los coches y recogían equipajes entre reverencias y sonrisas serviciales. James, que se sentía afortunado aquella noche, regaló al chico que le abrió la puerta, y que tendría la misma edad que él cuando llegó a la ciudad, uno de los billetes que impedían que su cartera cerrase en su totalidad. Acudió al comedor y se sentó en el centro de la mesa que presidía la estancia, reservada a las personas más cercanas al difunto. A su derecha se encontraba Lucía Sagnier, quien, como saludo, posó su mano sobre la rodilla de James y comenzó a subir por su pierna. Él sonrió y negó con la cabeza; ya tendrían tiempo después. Tendrían todo el tiempo que quisieran.

Cuando el comedor se llenó, James se puso en pie. Golpeó la copa con un tenedor, atrayendo la atención de todos los presentes. Pronunció un breve discurso en honor de Don Roberto, que culminó con un brindis. Al sentarse la vio.

Ella estaba sentada en una mesa cercana. Venía enfundada en un vestido corto, tan oscuro como su pelo. Mantenía los ojos verdes fijos en James y, tras dar un sorbo a su copa de champagne, se relamió los labios, que brillaban con un fuerte color rojo. James miró de reojo a Lucía, que se entretenía entretenida hablando con uno de los directivos de la empresa, y volvió la vista de nuevo a aquella mujer. La dama le guiñó un ojo y volvió a la comida.

Tras la cena había organizado un baile. Se retiraron las mesas y se instaló un cuarteto de cuerda en un extremo de la sala. James y Lucia fueron los primeros en bailar, seguidos por numerosos invitados. Tras la tercera pieza alguien tocó el hombro de James, solicitando un baile con la hermosa viuda. Él aceptó, dando las gracias por poder retirarse a buscar un refresco. Se acercó a un camarero y pidió una copa.

Se la tendió aquella dama con una amplia sonrisa. Champagne. Dom Pérignon de fina reserva. La aceptó con un “gracias”. El perfume que ella desprendía cautivaba el olfato.

—Gran fiesta—dijo ella con una voz dulce—, lástima el motivo.

—Sí, era un gran hombre—respondió él, conteniendo la risa.

—Será una gran pérdida–añadió la mujer—. Creo que no tuvimos el gusto de conocernos, ¿verdad?

—No lo creo, señorita, no habría olvidado una sonrisa como la suya. James Graunt, hijo adoptivo de Don Roberto—contestó, haciendo una leve reverencia.

—Chloé Permanyer.

—Encantado—terminó, besando el dorso de la mano que la mujer le tendía.

Chloé siempre sabía qué palabra, que gesto debía emplear para conseguir que cualquier hombre acabase a sus pies. Aquella noche desplegó sus encantos, en cada uno de los cuales cayó James como un infante cae en los trucos de magia, a pesar de que él pensaba llevar totalmente las riendas. Cuando él le ofreció subir a una habitación, ella fingió sentirse sorprendida y alagada. Tras un rápido vistazo hacia las parejas de baile, James la cogió de la mano y la guió hacia la misma habitación que había reservado para celebrar con Lucía aquella ocasión tan especial.

Tras cerrar la puerta, James se abalanzó sobre el cuello de la dama. Ella le empujaba hacia la cama mientras le iba arrebatando la chaqueta y la camisa. Cuando él intentó capturar sus labios, Chloé le detuvo posando un dedo en los suyos. Después, bajó la mano a su pecho y lo empujó contra el colchón. Y entonces, extrajo del pecho un par de cintas de seda, y comenzó atando una de ellas a su muñeca, para después hacer un nudo con el resto entorno al cabecero de la cama.

—¿Y esto? —preguntó James mientras le ataba la otra mano.

—Para asegurarme de que no me interrumpes durante el número—respondió ella con una sonrisa seductora.

Chloé se puso de pie frente a la cama y comenzó a quitarse el vestido, moviéndose al ritmo de la música que sonaba justo debajo. Con una mano se soltó el broche del sujetador y lo lanzó sobre James. La última de sus prendas cayó por culpa de sus movimientos de cadera. Completamente desnuda, Chloé reptó por el pecho hasta llegar a la altura de su rostro. Y entonces lo besó.

Era un beso cargado de lujuria y ansia animal. James intentó soltarse por la fuerza, deseando tomar a aquella mujer de una vez. Chloé, que sabía que en todo momento tenía ventaja, decidió seguir con el beso. Exploró cada centímetro de su boca, jugando con su lengua. James cada vez tenía más dificultades para respirar. Sus brazos, que instantes antes se agitaban con fuerza, dejaron de moverse. Él dejó de responder a sus caricias y besos. Chloé se incorporó, y examinó el rostro de James. Estaba muerto; sus labios y piel teñidas del mismo rojo que Chloé usaba.

Chloé se vistió con prisa. En el vestíbulo terminó de colocarse el pelo. Salió, pidió que le llamaran a un taxi y esperó. Se estaba subiendo a él mientras Lucía iba a la habitación acordada y, cuando ésta estaba gritando, Chloé se alejaba, internándose en la noche.
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lunes, 15 de agosto de 2011

Alma en llamas, capítulo VI

Pues eso, el sexto capítulo.

Sé que no es habitual que añada notas a las entradas pertenecientes a la novela, pero... ya que aprovecho el twitter para publicitar las entradas del blog, voy a probar a la inversa.

¿Que qué twitteo? Pues tonterías, como el 80% de las entradas de este blog. Tambien alguna que otra cosa interesante, una idea que se me ha ocurrido o un RT que creo que merece la pena. Y por último, también las últimas actualizaciones de este mismo blog.

La cuenta, @leondurmiente. Eso es todo.
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El salón era una pequeña habitación en la cual se amontonaban los muebles en un ordenado caos. Cortinas verdes sobre las blancas ventanas, papel que imitaba a la madera en la pared, dos armarios exponiendo figuritas de porcelana y dos sofás entorno a una pequeña mesa. Quien lo decoró se olvidó de que las personas debían poder entrar para ser capaces de apreciarlo.

Pateé la mesa, que se rompió cuando impactó contra la pared; sus restos cayeron sobre el mismo sofá en el que lancé al viejo. Su mirada no se apartó de mí. Recuerdo cómo pasó de furia contenida a sorpresa al verme, para tornarse en miedo cuando lo cogí por las solapas de su chaqueta y lo arrastré al interior de su piso. Ahora temblaba encogido, como un bebé.

—¿Sabes por qué estoy aquí?—pregunté, con una versión distorsionada de mi voz. En mis oídos se escuchaba un eterno zumbido, mezclado con las voces de una misa de réquiem.

—Creí que eras… el cerdo que se acostaba con mi mujer—tartamudeó—, pero eres demasiado joven para… eso.

Me moví. O quizá debería decir que mi cuerpo se movió por su cuenta. Para aquel entonces ya me había dado cuenta de que lo que estaba viviendo era un sueño. Allí, simplemente era un testigo. Me acerqué a una de las estanterías. Mi mano rebuscó entre todas las figuras una, aquella de diferente tacto. A simple vista era exactamente igual. Cuando mi anfitrión pudo verla palideció.

—¿Qué es lo que quieres de mí?—inquirió.

—Lo conociste…

En su mirada se mezclaron la duda y el miedo. Apreté con el pulgar la cabeza de la figura, que se desprendió limpiamente del cuerpo. Su interior, casi vacío, desprendía un olor que no pude identificar.

—¿De qué hablas?—siguió.

Le lancé la figura, que derramó el contenido. Él gritó con rabia contenida, mientras yo jugueteaba con la cabeza que hacía las veces de tapón. Aquellos ojos fríos no se apartaban de mí ni un instante.

—¿Por qué has hecho esto?

—Lo conociste—repetí.

—¡¿A quién?!

Le tiré la cabeza, que lo golpeó en la frente. La atrapó mientras caía ante sus ojos. Se quedó pensativo un instante, totalmente en silencio. Podía oírle respirar, casi con desgana. Su voz me llegaba mezclada con un susurro. Le dejé un tiempo de meditación antes de hablar.

—Dímelo todo.

—Apenas sé mucho—contestó—. Tan sólo que era un triste camarero del Auspicio, y que conseguía cosas de dudosa legalidad.

—Cuéntame algo nuevo.

—¡No sé más!

Le golpeé de nuevo, haciéndolo caer del sofá. Fui hasta la cocina, regresando con una de las sillas. Me lo encontré intentando ponerse de pie. Lo ayudé. Le cogí por el cuello, levantándolo todo lo que mi brazo me permitía. Lo mantuve así hasta que le cambió el color de la cara. Entonces lo dejé caer sobre la silla. Escuché mi nombre, gritado a miles de kilómetros de la escena. Mientras tomaba todo el aire que sus pulmones podían guardar, lo até a ella. Me incorporé.

—Espero, por tu bien, que eso no sea lo único que puedas contarme—dije.

Sus ojos no podían apartarse de mis manos, que derramaban sobre su pie media botella de whisky.

—¡Te juro que no sé más!—gritó.

—¿Es eso cierto?—pregunté, encendiendo una cerilla frente a él.

—¡Sí!¡Lo juro!—repitió—. ¡Por favor, detente!

Sonreí, apagando la cerilla. Él suspiró aliviado. Le arranqué una manga de su chaqueta, que empleé para amordazarlo. La calma que había aparecido en su rostro retornó a la ansiedad, al terror. Yo me divertí, lanzando botellas de licor por toda la habitación. El alcohol empapó las cortinas, la alfombra, formando un charco en la habitación. Saqué la caja de los fósforos y encendí otro.

—Adiós—dije, dejando caer la cerilla.

—¡Javier!

Me desperté sobresaltado, llevándome la página que se me había pegado a la cara conmigo. A mi lado, David me miraba, a medio camino entre la carcajada y el grito enfurecido. Optó por lo primero, al ver como la hoja se despegaba lentamente de mi rostro. Reaccioné entonces, tomando aquel pedazo de papel y colocándolo en su sitio, para después enterrar aquel tomo con sus hermanos. Pasarían años antes de que alguien se enterase de lo sucedido. Calculé que, para entonces, quizá estuviese enterrado.

Miré entonces a mi amigo. Con la risa aún en la cara, me tendió un puñado de folios, en los que reconocí mi letra. El maldito trabajo. Miré mi reloj; habían pasado dos horas desde el final de las clases. Hice un cálculo rápido de cuánto tiempo me habría llevado escribir aquellas páginas.

—Vete a casa—dije—. Si Montero te ve por aquí, pensará que el trabajo es el que hice esta semana.

—¿Y tiene razón, no?

Hice ademán de darle una patada. Se rió de nuevo, con ganas. Después fue hasta la puerta.

—¡La próxima vez procura no olvidarte los trabajos!—gritó desde allí.

Le maldije. Recogí mis cosas, devolví los libros a su sitio. Mientras colocaba el último de ellos me detuve. Una imagen volvió a mi cabeza, una cerilla cruzando el poco espacio que separaba la mano de un hombre con el suelo. Dediqué un momento a pensar en lo que podía significar aquel sueño. Un millón de ideas cruzaron mi mente. Entre ellas destacaba una, que me gritaba con la inconfundible voz de David. “¿De verdad puedes creer que ese sueño signifique algo? Lo tuyo no es normal”. Suspiré. Realmente hasta yo pensaba que no era normal.

Salí de la biblioteca. El profesor me había dicho que me esperaba en la sala de profesores, así que hacia allí me dirigí. Llamé a la puerta antes de entrar. Montero me indicó al instante que pasara. Sin mediar palabra le tendí el trabajo. Lo cogió y lo ojeó.

—Un trabajo increíble para haberlo hecho en veinte minutos—soltó con calma.

—¿Cómo dice?

—Pues que he entrado hacia las seis y media, y te he visto durmiendo en la biblioteca. Varela parece ser un buen amigo.

No sabía a dónde mirar. Sentía cómo, lentamente, el color rojo se adueñaba de mi rostro. Me mantuve de pie, respirando entrecortadamente, hasta que Montero volvió a hablar.

—Por esta vez pase. Pero que no vuelva a ocurrir. ¿Estamos?

—Por supuesto, no volverá a pasar.

Salí de allí conteniendo las ganas de gritar. Esperé a dejar el colegio. David estaba apoyado en la pared del centro, con los ojos clavados en el suelo. Al escuchar mis pasos levantó la mirada. Asentí.

—Si no tuvieras la cabeza en las nubes no tendríamos que andar montando estos numeritos. ¿Qué tenías esta mañana en la cabeza?

—El monstruo—dije.

—Anda ya, Javier—me espetó—. Vas a acabar consiguiendo que te crea peor que un niño.
Le dejé reírse de su propio chiste todo lo que quiso y más. Cuando acabó, esperé unos segundos, concretamente siete, antes de plantearle el otro tema capaz de abarcar toda mi capacidad de concentración. Él caminaba dos pasos por delante mío.

—¿Qué crees que estará haciendo Marina?

—¡Y ahí está tu otro tema estrella!—gritó David—. En serio, últimamente o hablas del maldito libro o de tu princesa sin reino. ¡Diversifícate un poco, hombre!

Le lancé una mirada amenazante.

—Vale, vale, cálmate—siguió—. ¿Hace cuanto que no la ves?

—Una semana.

—¿Ni siquiera en vuestros encuentros casuales de por la mañana?—preguntó, dándole cierto énfasis a la palabra “casual”.

—¿Qué insinúas?

—Vamos, que todos sabemos que esa ruta la hacías todos los días desde que la viste—se mantuvo en silencio unos instantes, disfrutando el efecto de sus palabras—. En fin, ¿ni siquiera en esos momentos?

—No.

—Vaya, así que se trata de eso…

—¿De qué hablas?

Maldije al instante la pregunta. David cerró los ojos mientras se llevaba una mano al pecho. La apretó con fuerza.

—¿Pero es que no lo ves?—hizo una pausa dramática, esperando ver mi reacción. Yo, que ya había decidido no seguirle la corriente, me mantuve en silencio. Para mi desgracia él continuó—. La dama, encerrada en lo más alto de su castillo, espera a que, valientemente, trepes por un árbol hasta su ventana, te enfrentes al dragón que la custodia, y le des un beso de amor…

—Deja de copiar de cuentos infantiles, anda. En su calle no hay un solo árbol que pueda escalar, en su casa no habita ningún dragón y mucho menos ella me está esperando.

—Por Dios, Javier, déjate llevar por el romanticismo un segundo—se detuvo. Miré a mi alrededor. Estábamos justo enfrente de la librería de Gonzalo. No necesité ver a dónde me señalaba David para saber qué era—. Sube ahí, a buscarla. Llévatela a dar un paseo. La Magdalena es muy bonita en esta época de año cuando las olas llegan hasta lo alto.

—¿Allí es donde las llevas tú para que te den calabazas?—pregunté con sorna.

—Déjate de tonterías. ¿Vas a subir o no?

Alcé la vista hacia el cielo, mirando de reojo la fachada del edificio. La imaginé sentada frente a la ventana, con la vista puesta en mí en aquel momento.

—No—dije.

David se marchó al poco, yo me quedé plantado en mitad de la calle sin saber qué hacer. Lancé una última mirada al piso; capté el leve movimiento de una cortina. Y entonces comencé un viaje sin rumbo.
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sábado, 13 de agosto de 2011

Los misterios de Barcelona

Una historia basada en "El juego del ángel", la novela de Carlos Ruiz Zafón. Concretamente, parte de la misma premisa que crea el protagonista, David Martin, en su primera publicación en La voz de la industria. Por ello, he decidido ponerle el mismo título que lleva en el libro.

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Cae la noche, y la bruma recorre las calles de Barcelona, reptando sobre el asfalto como si de una serpiente se tratase, transformando edificios, objetos y personas en apenas sombras confusas e irreconocibles. A la luz de una farola, un vagabundo apura las últimas gotas de un cartón de vino mientras saca de entre los pliegues de su chaqueta, raída y sucia, un sustituto de cristal. Tirado a la puerta de una pensión barata, de la cual el habían echado por impago dos semanas atrás, su hedor, formado por el aroma de la basura, el alcohol y el sudor en ese orden, anunciaba su presencia. Tenía una barba espesa, con calvas aquí y allá en las cuales se adivinaban viejas cicatrices, y un ojo amoratado, probablemente trofeo de una pelea callejera.

La noche avanzaba, muchas de las sombras desaparecían. Una de aquellas se aproximaba a la luz, que la iluminó hasta transformar la figura en un hombre alto, enfundado en un elegante traje, con las manos en los bolsillos y un cigarro en los labios. El vagabundo lo miró de arriba abajo. Llevaba un corte de pelo impecable, la barba recién afeitada y la mirada cargada de misterio. Sonriendo tras el examen, el vagabundo le tendió su botella.

—Necesitará fuerzas para poner una buena cornamenta—dijo entre dientes.

El hombre dejó caer un gran billete verde, llevándose un dedo a los labios. El vagabundo examinó el papel y, tras darse por satisfecho y esconder el papel en el único bolsillo sin agujeros que le quedaba, repitió el gesto sin molestarse en contener una carcajada. Sólo entonces el hombre aceptó la botella. Dio un buen trago, una última calada a su cigarro, dejó ambos objetos en las manos del mendigo y se internó en la pensión. Diez minutos más tarde, y con los gemidos de una mujer en los oídos, el vagabundo se levantó. Vació la botella de un trago, echándose más de la mitad de su contenido sobre su ropa. Dejó caer el cristal, que se rompió en mil pedazos al tocar el suelo, y echó a andar, en busca de un lugar donde le cambiasen aquel papel verde por un poco de pan y un buen vino.

Las únicas sombras que quedaban ya eran las grandes, las que correspondían a los edificios. El vagabundo se internó entre dos de las siluetas, guiado por una mancha luminosa que resultó ser una bombilla. Bajo ella reconoció el tacto rugoso de la madera. Golpeó la puerta tres veces. Ésta chirrió al ceder el paso a un hombre corpulento, que lanzó al vagabundo una mirada asesina.

—Creía haberte dicho que no quería verte más por aquí—gruñó a modo de saludo.

El mendigo le ofreció el papel verde como quien ofrece una invitación. Se rió al ver la expresión de incredulidad del hombre que le impedía entrar y que, ahora, le invitaba a pasar. Dejó que lo guiaran hasta un gran salón, ampliamente iluminado por dos lámparas de araña. Las mesas se distribuían uniformemente por toda la estancia, procurando ofrecer una buena vista del escenario en el que la banda del local tocaba desde los clásicos hasta la música de la época. Al vagabundo lo sentaron en la mesa más cercana al decorado, y al instante apareció un camarero que le ofrecía una botella de vino mientras le nombraba platos exóticos que sonaban a poco. Pidió algo parecido a un chuletón de ternera, y esperó pacientemente a que se lo sirvieran, dando buena cuenta del tinto que le habían entregado. Necesitó otra botella para cuando le sirvieron la carne.

Devoró el chuletón como si no hubiera mañana. Sólo cuando el hueso cayó limpio sobre el plato se dio por satisfecho. Llamó al camarero para que le trajese la cuenta, y mientras le cobraba terminó de beberse la segunda botella. Cuando éste regresó, le ofreció un platillo con un par de monedas.

—Es imposible que, de ese billete, sólo me quede esto—protestó entre hipidos.

—El señor me ha pedido que añada a la cuenta de esta noche lo que usted debía con anterioridad—se excusó el camarero—, y me ha ordenado comunicarle que aún no está saldada.

El vagabundo, enfurecido y borracho, lanzó la botella contra la pared que tenía más cerca. Antes de que cayera el último trozo de cristal al suelo, el hombre corpulento de la entrada había hecho su aparición, obligando amablemente a que el mendigo abandonase el establecimiento. Al llegar a la salida, lo lanzó como quien se deshace de una bolsa de basura.

—¡Y vuelve cuando tengas otro billete de esos!—le gritó antes de cerrar la puerta.

El vagabundo se puso de pie. Se sacudió la suciedad de la chaqueta, aunque mucha se quedase ya pegada a su ropa. Se internó un poco más en el callejón, buscando un lugar donde aliviarse antes de ir a su refugio para dormir. Allí, rodeado por la oscuridad, se bajó los pantalones y dejó que su vejiga se vaciase libremente, con las manos entrelazadas tras la nuca. Tras terminar, se vistió y caminó hacia la calle principal.

Mientras retornaba oyó unas voces que se escapaban por una ventana entreabierta. Un hombre y una mujer. El vagabundo se asomó por la rendija. El hombre quedaba fuera de su campo de visión, pero la mujer era totalmente apreciable. Enfundada un ajustado vestido rojo que no dejaba nada a la imaginación, su pelo negro enmarcaba su rostro, y sus ojos verdes cautivaban todos los sentidos con una sola mirada. Llevaba un pintalabios del mismo color que su atuendo, y tenía la piel más pálida que había visto nunca.

—Es una lástima que ya te hayas puesto ese pintalabios, Chloé—dijo el hombre, posando una copa de champan junto a la de ella, vacía sobre la mesa y con la marca de sus labios en el borde.

Ella le dedicó una sonrisa como respuesta, y se encaminó a la ventana. Entonces lo vio. La mujer dijo algo que el vagabundo no alcanzó a entender del todo. Sólo comprendió que estaba en peligro cuando el hombre apartó el cristal y le apuntó con un arma.

—Quizá nuestro inesperado visitante quiera entrar con nosotros.

La mujer, Chloé, le abrió la puerta. Lo llevaron hasta una pequeña habitación, sin más muebles que una silla de madera en la que le obligaron a sentarse. Allí, el hombre posó el cañón sobre la frente del vagabundo. El frio metal le sacó del mundo creado por el alcohol.

—¡Yo no sé nada!—balbuceó—¡No he oído nada, lo juro!

—No podemos…—comenzó Chloé, hasta que el hombre la detuvo.

—Esté tranquilo, buen hombre—le dijo, apartando el arma—, tan sólo queremos que nos dé su opinión acerca del nuevo pintalabios de mi acompañante.

La mujer le dedicó una mirada incrédula, mientras el vagabundo asentía frenéticamente.

—¡Haré lo que sea, señor, lo que usted me pida!

—Entonces, Chloé, si haces el favor…—invitó el hombre, guardando la pistola.

Chloé, a regañadientes, se acercó al mendigo. Cada uno de sus movimientos era hipnótico. Se agachó, llevó una mano a la barbilla del vagabundo y le obligó a levantar la cabeza.

Y entonces le besó. A lo largo de un minuto, Chloé se adueñó de su boca; jugó con su lengua como nunca antes una mujer había hecho. Cuando se separaron, el vagabundo se relamió.

—Es exquisito—empezó, buscando las palabras apropiadas—, tiene un sabor que…

Pero no pudo decir nada más. Su boca se paralizó, sus músculos no respondían. Antes de que transcurriese otro minuto jadeaba, tratando de atrapar algo de aire que llevarse a los pulmones. Poco tiempo tardó en caer de la silla, un cuerpo inerte incapaz de sentir. Estaba muerto.

—Creo que necesitaré otro baso de champagne antes de irme—dijo Chloé, abandonando la habitación.
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miércoles, 3 de agosto de 2011

Disparo - primera parte.

Básicamente, un asesinato. Sí, me dedico a planear cómo matar gente. ¿Algún problema?

Está por terminar, publicaré el final pronto. Mientras tanto, ¿alguien se atreve a resolverlo por mi?
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Era una escena tranquila y con cierta paz. El cuerpo cayó, inerte, de espaldas. La sangre manaba de un orificio abierto en su sien derecha y manchaba la alfombra persa. Su mano derecha aferraba el arma, aún caliente, que él mismo había disparado…

—Presumiblemente—dijo Vincent, tras leer mis notas por encima del hombro—. Y, por dios, James, ¿tienes que ser tan específico?

—Sabes que lo mío son las letras, Vincent. Si esperabas más profesionalidad, haber avisado a alguien del oficio.

—Pensé que te esto te gustaría. Investigamos un caso importante, amigo mío. ¡Nada menos que Thomas Wegener, muerto en su despacho! Presiento que será una buena historia para vender.

—Ya veremos.

Vincent rio con ganas y se giró, dispuesto a encarar a los testigos. Tres personas más habitaban la casa aquella tormentosa noche. La primera era Dalia Wegener, esposa del difunto, que aún sollozaba al amparo de un pañuelo. Enfundada en un vestido blanco, impecable, nos recibió en persona, con el maquillaje corrido por las lágrimas. Morena y de ojos oscuros, lucía un peinado tan elaborado que nadie creyó que estuviese durmiendo.

El único varón del trío era Alfred Wegener, hijo del cadáver y heredero de éste. Iba en un pijama de lo que parecía ser seda, y se mantenía firme. Sólo en sus ojos, y en determinados instantes, se notaba un leve rastro de dolor por lo ocurrido. Abrazaba a la tercera en discordia, Lisa Lewis, quien, cubierta por un fino camisón, enterraba la cara en el pecho de su prometido. Las revistas de la prensa del corazón pagaban millones por fotos exclusivas de aquella boda.

El reloj de pared del despacho dio las once. Vincent, en aquel momento, examinaba el cuerpo. El cuerpo estaba tirado en el suelo, en mitad de la habitación, con los ojos abiertos y enfundado en un traje. La sangre había dejado de fluir, y manchaba su cabeza desprovista de pelo. Los ojos contemplaban el techo, vacios. Vincent sujetaba su brazo derecho por la manga, comprobando el arma de cerca. Incluso se lo acercó a la nariz.

—Y dice usted—preguntó cuando estuvo satisfecho— que esta habitación estaba cerrada hasta que ustedes la echaron abajo. ¿Puede decirme cómo?

—Sí, claro—dijo la señora Wegener, con la voz tomada, mientras Vincent caminaba hasta la ventana, cerrada por dentro con pestillo—. La puerta dispone de un pestillo que sólo puede abrirse por dentro. Por eso tuvimos que derribarla.

—Ya veo… ¿Cuánto tiempo llevan para pintar la fachada?

—Un día—esta vez respondió Alfred—. Ayer instalaron los andamios, y por la tarde comenzaron el trabajo.

—Bien… Me gustaría ir al salón y hablar con ustedes. Y no le haría ascos a una taza de café.

Lentamente, Dalia Wegener se giró y echó a andar, seguida por su hijo y su nuera. Vincent caminó detrás de ellos. Yo cerraba la comitiva.

—Señorita Lewis, tenéis algo en el hombro—dijo Vincent cuando alcanzamos la escalera—. Permitidme.

Hizo un gesto que levantó el pelo rubio de Lisa Lewis. Atrapó algo, lo examinó y lo dejó caer. Después, continuó la marcha.

Una vez en el salón, él ocupó un sillón que quedaba frente al sofá que ocupaban los tres habitantes de aquella casa. Extrajo un cigarro del bolsillo de su abrigo y lo encendió.

—A su marido lo han asesinado—dijo, sin inmutarse, antes de que el cigarro llegase a su boca.

Los tres ahogaron un grito; la señora Wegener rompió a llorar. Vincent dejó que el pitillo se consumiese por completo antes de volver a hablar.

—¿Tenía el señor Wegener algún enemigo? ¿Alguien que quisiera verle muerto?

—No, la verdad es que…— comenzó Alfred.

—Sí—interrumpió Dalia—, hay alguien. Richard Reilly. Su relación siempre había tenido sus roces, pero desde que mi marido le negó aquel terreno para construir…

—Entiendo—Vincent miraba a Dalia sin parpadear—, ¿alguien más?

—No, nadie más.

—Bien—dijo, encendiendo otro cigarro—. Ahora, agradecería ese café, antes de seguir con mi investigación.

—Claro, ahora mismo.

—Voy contigo—Lisa se levantó junto con Dalia, en dirección a la cocina, dejándonos solos con Alfred.

En cuanto las mujeres abandonaron el salón, Alfred se levantó y se dirigió al mueble bar. De allí obtuvo una pequeña caja, que contenía algunos puros. Le tendió uno a Vincent, y tras rechazar yo su oferta, se llevó otro a los labios.

—A mi querida prometida—dijo tras encenderlo— no le gusta que fume.

—Parece todo un carácter—observé.

—Lo es. Pobre de aquel que la haga enfadar. Siempre ha de tener lo que quiere, y
cuando lo quiere. Y pobre de aquel que se lo niegue.

—¿Al igual que usted?—preguntó Vincent.

Alfred dejó que una nube de humo lo ocultase antes de responder.

—Sí, al igual que yo. ¿Sospecha de mi?—añadió.

—Aún es pronto para descartar a nadie.

—Yo no maté a mi padre.

Pronunció esas palabras con calma, como si aquello no fuera con él. Sin embargo, se había puesto de pie, y tenía el puño apretado.

Llamaron a la puerta principal. Se oyeron unos pasos, la puerta se abrió. Tras unos instantes de rápida conversación, se volvió a cerrar. Mientras pasaba, nosotros guardábamos silencio. Fue Lisa la que lo interrumpió.

—Cariño, deberías ir a acostarte. Ha sido un día muy duro…

—Sí, tienes razón.

Dejó que el puro se consumiese en el cenicero, y abandonó el salón. Lisa se dirigió a nosotros.

—He preparado dos habitaciones para ustedes, por si gustan en quedarse esta noche. Están en el primer piso, a la izquierda según suben. Son las dos que quedan al fondo del pasillo.

Le faltó tiempo para irse, en pos de los pasos de su prometido. Busqué la mirada perdida de Vincent.

—¿Qué hacemos, pues?

—Me queda una conversación—afirmó—, una conversación más y lo habré resuelto. Tú puedes hacer lo que quieras, James.

Lo seguí; necesitaba cada dato que Vincent reuniese para intentar seguirle la pista. Sin embargo, él siempre veía más allá, captaba algo que a los demás nos resultaba imposible. Era eso lo que marcaba la diferencia.

Ella estaba en la cocina, con una botella en la mano. Dalia Wegener se giró al oír el golpe de mis nudillos contra la madera de la puerta.

—He pensado que quizá preferirían un poco—levantó el envase, que contenía whisky. Le fallaba la voz —. Era la bebida favorita de mi marido, podríamos brindar por…

—Señora Wegener—la interrumpió Vincent—, ¿desde cuándo engaña a su marido?

La botella se rompió en mil pedazos al caer, el líquido mojó mis zapatos. Suspiré. Él nunca actuaba con tacto en estos casos.

—¡¿Cómo se atreve?!—Gritó Dalia—¿Cómo se atreve a insinuar eso el mismo día de su muerte?

—No es una insinuación, si no una afirmación. Salta a la vista que no me equivoco.

En eso tenía razón, yo también lo había notado. Sin embargo, no me atreví a abrir la boca, en parte por la expresión que tenía Dalia y en parte por seguir el razonamiento de Vincent.

—Responda a mi pregunta—insistió.

Dalia se dirigió a un armario, meditó un instante y lo abrió. Cogió una botella del mismo líquido, igual a la que había tirado un instante antes, llenó generosamente un vaso y lo vació de un trago. Repitió aquella acción dos veces más, tomándose su tiempo entre ellas. Esperamos en silencio el momento de su respuesta.

—Desde hace dos años—dijo al fin.

—¿Con quién?—preguntó Vincent.

—¿Eso importa? Con el jardinero—terminó al ver su expresión.

—No sé por qué no me lo esperaba—comenté en voz alta, en un despiste. La mirada que Dalia me lanzó bien podría haberme matado.

—Bien, eso es todo. Si me disculpan, voy al despacho, a ultimar unos detalles. James, por favor, ve a buscar al heredero y a su prometida y llévales allí. Voy a revelar la identidad del asesino.
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