martes, 18 de octubre de 2011

50 milímetros

Llevo tres días con esta historia en la cabeza, desde que me fijé en el pequeño maletín de póker de mi hermano pequeño. El truco está en darle vueltas tomando una copa xD.

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La limusina avanzaba calle abajo, bajo las luces de colores de los rótulos de neón que los bares, pubs y discotecas usaban para atraer a la gente. El dilatado vehículo atraía las miradas de todos los transeúntes, como solía ocurrir en el caso de los automóviles que, si tuvieran un par de metros más de largo, no podrían doblar las esquinas. Mijaíl podía verlos a través de la ventanilla, sentado en la parte de atrás. Intentaban averiguar quién iba dentro. Aquel espectáculo siempre le hacía gracia.

—Debimos usar otro vehículo--dijo el chófer—, la limusina llama demasiado la atención.

—Precisamente por eso lo elegí, Dimitri—respondió Mijaíl, con calma.

Necesitaba un coche que atrajese las miradas. ¿Y hay algo mejor que una limusina para hacerlo?

Su objetivo iba algunos metros por detrás; un todoterreno negro, cuyo conductor hablaba por una radio. Se mantenía a dos coches de distancia, sin perder de vista la negra carrocería. Había sido demasiado fácil; la policía ya les seguía la pista. El conductor asintió con la cabeza, dejó la radio a un lado y sacó la mano por la ventanilla. Al instante se dejó oír el ensordecedor grito de la sirena, acompañado por su fiel luz de color alternado, rojo y azul. La limusina siguió su trayecto, ajena al mundo, como si las señales que le hacía el todoterreno no fuesen con ella. Mijaíl observaba la escena desde su cómodo asiento...

En la parte de atrás de un Chevrolet negro.

—Te dije que funcionaría—comentó en voz alta.

—Sí, pero sigo diciendo que, si hubiéramos dejado la limusina en el garaje, habría sido igual.
—Y, según tú, ese coche patrulla estaba aquí por casualidad, ¿no? Lo sabes tan bien como yo, sabían que estaríamos aquí.

—¿Y eso qué significa?

—Está claro—siguió Mijaíl—, tenemos un topo. Y ten por seguro que averiguaré quién es.

Abrió su chaqueta y sacó del bolsillo interior un revólver Magnum del calibre 45. El mango era de cuero negro y el cañón brillaba como la plata recién pulida. El día que se lo habían regalado, su vigésimo noveno cumpleaños, el revólver estaba oculto en el fondo de una caja, bajo una gran sandía. Cuando sacó la fruta miró alrededor. Pensaba que se trataba de una broma, que en cualquier comento alguien gritaría “picaste”. Al ver el pequeño estuche al fondo sonrió. Y al abrirlo, entendió que la sandía formaba también parte del regalo. El revólver descansaba sobre un pañuelo negro, junto con seis balas. Cargó cada una de ellas en el tambor mientras alguien ponía la sandía sobre una mesa. Mijaíl apuntó y disparó. La bala atravesó la fruta sin mayores problemas; a la mitad del recorrido del proyectil la sandía estalló, volcando su contenido sobre la mesa, las paredes y algunos de los presentes. Mijaíl tuvo un instante para pensar si la cabeza de alguien explotaría de la misma forma, antes de sentir la fuerza del retroceso golpeando su hombro. Sabía que existía, pero no que fuese tan fuerte. Tuvo una semana el brazo en un cabestrillo.

Desde entonces llevaba el revólver en el bolsillo interior de la chaqueta, al lado contrario de la nueve milímetros con silenciador, tan práctica y manejable. En el tambor del Magnum aún quedaban cinco balas más.
Esperaba no tener que emplearlo aquella noche. Se trataba sólo de una entrega, nada más. Un pequeño maletín. Llegar, dejarlo y marcharse. Un trabajo fácil.
Cuánto se equivocaba.
El letrero era discreto, apenas se veía en la oscuridad de la noche. “Mantente alejado de aquellos lugares que intentan pasar desapercibidos”, pensó. Nunca se ocultan por una buena razón. Dimitri aparcó el coche en la parte de atrás y le abrió la puerta. Mijaíl bajó portando el maletín. “Parece mentira lo que se puede hacer con un maletín del todo a cien”. Entró detrás del chófer, y cruzaron una estancia en penumbra que hacía las veces de antro de mala muerte. El camarero les indicó una puerta detrás suyo con la cabeza, mientras limpiaba un vaso sucio con un trapo aún más mugriento. El pasillo que guardaba estaba mejor iluminado, aunque no mucho mejor. Al final, un gran armario enfundado en un traje negro y con gafas de sol bloqueaba el paso.
—¿Quién coño lleva gafas de sol en un interior?—Mijaíl no podía evitarlo.
—Tu puta madre—respondió el armario.
—Sí, le sientan bastante bien—le espetó—. A algunas, como la tuya, les sienta mejor mi polla en la boca.
El armario alzó un brazo que bien podría ser el cuerpo entero de Mijaíl, dispuesto a golpear, cuando se abrió la puerta que custodiaba. Nikolai Vólkov era un hombre pequeño, más cuando se situaba al lado de su enorme guardaespaldas, pero lo compensaba con amplias dosis de efusividad. Algunos contaban que incluso abrazaba a sus víctimas instantes antes de abrirles un agujero en la frente. Aquella ocasión no sería para menos.
—¡Mijaíl Kolvenik! ¡A mis brazos!
—Hola, Nikolai—respondió, evitando el abrazo con una sonrisa—. Lo siento, pero me gustaría terminar con esto pronto. La jefa tiene mil asuntos que resolver, y me necesita.
—Ah, sí. Nath…
—Yo de ti no seguiría—le cortó Mijaíl—, a la jefa no le gusta que vayan mencionándola por ahí, y Dimitri se toma muy en serio este tema. Hace un par de meses me arrastró a deshacernos de un tipo que murió ahogado en su propia sangre. Le había arrancado la lengua.
—Increíble. Menuda lealtad profesan sus subordinados. Me gustaría tener hombres así. ¿No estarías interesado en trabajar para mí, Dima?—El chofer se mantuvo impasible, como si no pudiese escuchar la conversación—. No esperaba otra respuesta. Pero vamos, Mijaíl, pasa. Déjame invitarte a una copa.
Nikolai entró, seguido por Dimitri y Mijaíl. En la estancia había dos personas, apenas un par de matones. La habitación contenía una mesa de madera, sin adorno alguno, y dos de las sillas más simples de la tierra. El anfitrión ocupó una de ellas e invitó a Mijaíl a que ocupase la otra. A una seña, posaron sobre la tabla una botella de vodka y dos vasos. Nikolai llenó ambos con generosidad y vació el suyo de un trago.
—Esto entra solo—dijo tras el segundo vaso—. Bueno, vamos al asunto. ¿Qué tienes para mí?
Como respuesta, Mijaíl le pasó el maletín sobre la mesa. Nikolai intentó abrirlo, en vano.
—¿Y la llave?—Preguntó.
—Esa la tengo aquí—sacó un diminuto objeto del bolsillo envuelto en un pañuelo. Nikolai tendió la mano—, pero he pensado… ¿Te apetece jugártela a una partida de póker?
—¿No eras tú el que tenía prisa?—Nikolai acentuó su sonrisa.
—Que sea a una mano.
Su anfitrión asintió.
—Está bien.
Mijaíl dejó la llave entre ambos. Uno de los matones repartió dos cartas a cada uno, y destapó otras tres sobre la mesa. Tres de tréboles y dos reyes, el de picas y el de diamantes.
—¿Crees que me sonreirá la fortuna, Mijaíl?
—Que lo haga; necesitarás mucho más que suerte para ganar.
El matón dejó otra carta sobre la tabla, la reina de tréboles. Mijaíl levantó levemente una de sus cartas; un corazón rojo.
—Aún puedes retirarte—dejó caer Nikolai.
—¿Y perderme la diversión de verte perder? Ni de coña.
La última carta cayó sobre la mesa; el as de corazones.
—¡Ja! Mira y llora—Nikolai destapó su mano. Tres de rombos y as de picas. Dobles parejas. Alargó la mano para atrapar la llave…
—Espera, espera—Mijaíl dio la vuelta a sus cartas. Tres de picas y un rey de tréboles—. Full.
Se estiró para coger la llave. Nikolai lo detuvo apoyando una pistola sobre su sien, mostrando una gran sonrisa.
—Has hecho trampas, mi querido amigo.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque sólo un tramposo puede ganar a otro.
Mijaíl se echó hacia atrás y dejó que su anfitrión la cogiese. Nikolai se abalanzó sobre su premio. Giró la llave y abrió el maletín.
Una nube de humo negro salió de su interior. Nikolai tosió.
—¡¿Qué clase de broma es esta?!—gritó.
Mijaíl no pudo verle la cara; aun así se imaginó que no blandía su característica sonrisa. Echó mano de su pistola y disparó al matón que se había quedado en una esquina; la bala le abrió un agujero de nueve milímetros en la frente. El segundo matón cayó de un disparo en la sien. Al oír los disparos el armario entró. Cayó cuando Dimitri le disparó. Después bloqueó la puerta. Cuando la nube de humo se dispersó, Nikolai observó la masacre que había tenido lugar en un instante con una carta en la mano. El as de diamantes.
Dimitri lo cogió por el cuello y lo estampó contra la mesa. Mijaíl apoyó la pistola en su cabeza.
—Me pregunto si su cráneo explotará de la misma forma que aquella sandía. ¿Te apetece probarlo, Dima?
—¿A qué viene esto?—preguntó Nikolai—. ¡Soltadme!
—Para qué, ¿para que vuelvas a ir corriendo a la poli? ¿Cuánto te han pagado por ello? ¿Qué has sacado?
—¡No sé de qué me hablas!
—Pronto lo sabrás.
Guardó su pistola en la chaqueta y sacó el revólver. Al verla, Nikolai empezó a suplicar. Mijaíl no pudo evitar reír. Apuntó… y disparó.
Fue igual que con la sandía, pero más asqueroso. El cráneo estalló en mil pedazos, cada uno de los cuales arrastró consigo pequeñas partes del cerebro. La sangre lo cubrió todo: Paredes, techo… Algo salpicó al propio Mijail. Guardó el revólver en su bolsillo, y abandonó la habitación.
—Dima, ¿te apetece tomar una copa?
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