miércoles, 2 de noviembre de 2011

Nigthmare

Un conjunto de malas pesadillas. La peor es la última, la que más se repite.

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Abrí los ojos. Estaba en la cama, tumbado en una habitación cuya oscuridad sólo se rompía por la tenue luz roja de mi despertador. Me incorporé sobre el colchón y miré mis manos, apenas una silueta roja. Me toqué una con la otra, recorriendo cada pequeño centímetro de piel, desde las muñecas hasta las uñas, tan largas que no parecían tener fin. El dorso estaba cubierto de pelo, que nacía en los nudillos y moría en el codo. Una larga cola que nacía al final de mi espalda me dio los buenos días con una caricia, y mis colmillos brillaban sobre mis labios, alcanzando la barbilla. Salté de la cama y corrí al baño. Bajo la luz anaranjada, mi reflejo en el espejo tenía un aspecto atroz. Dos grandes cuernos salían de su cabeza. El rostro estaba cubierto por el pelo, excepto allí donde se notaban las cicatrices. Sus labios se torcían en una mueca macabra. Su mano derecha se alzaba, los dedos completamente estirados, mientras la mía se cerraba en un puño. Con un fuerte golpe rompió el cristal que nos separaba. Me atrapó por el cuello y me levantó con facilidad. Mascullaba algo que no alcancé a entender, quizá por lo extraño de su lengua o por la falta de oxígeno. Sólo tenía claro que no podía ni gritar…

Abrí los ojos. Estaba en la cama, tumbado en una habitación cuya oscuridad sólo se rompía por la tenue luz roja de mi despertador. Me sequé la frente, empapada en sudor. Mi cuerpo entero temblaba, y no sabía por qué. Tan sólo tenía la certeza de que algo malo pasaba. Me di la vuelta en la cama y cerré los ojos, confiando en que aquella sensación no fuese más que eso. Nada más lejos. Cuando volvía a quedarme dormido lo oí. Un gruñido, proveniente del piso inferior. Mientras pensaba que probablemente sería el viento, lo volví a escuchar con más fuerza. Armándome de valor salté de la cama y fui a las escaleras. Apenas puse un pie en el primer escalón me arrepentí, pero pude bajar un segundo. El tercero vino por inercia y el cuarto por miedo. Porque entre medias volví a oír el rugido, más fuerte y terrible que nunca, tras mi espalda, acompañado por un fuerte y nauseabundo hedor. Me volví lentamente, lo justo apenas para encontrarme de frente con unos brillantes ojos del color del fuego, del tamaño de balones de fútbol. Eché a correr justo cuando la bestia cerró sus enormes fauces en torno al primer escalón y lo devoró con la misma facilidad con la que un niño come una golosina. Antes de darme cuenta, la escalera infinita quedó boca abajo. Una vez que lo entendí la gravedad se hizo notar. Caí con un grito atrapado en mi garganta, mientras la bestia saltaba y me atrapaba entre sus colmillos.

Abrí los ojos. Estaba en la cama, tumbado en una habitación cuya oscuridad sólo se rompía por la tenue luz roja de mi despertador. Una silueta roja se recortaba sobre mí; una amplia sonrisa con un tétrico brillo me saludaba. Una mano se cerraba en torno a mi cuello, reteniéndome sobre la cama. La figura alzó su otro brazo, en cuyo extremo adiviné la forma de un objeto de metálico brillo. Estaba frío cuando lo sentí sobre la piel, separándola a su paso sin ningún dolor. La sonrisa se acentuó, se tornó en una mueca de ansia contenida. La silueta murmuró algo, apenas un par de palabras, que entendí cuando se abalanzó sobre mi pecho abierto. El primer desgarrón fue el más doloroso, la carne me ardía mientras la figura masticaba un trozo de mi pulmón. El dolor insufrible se repetía cada vez que sus dientes atrapaban algo de mis entrañas. “Bon apetite”, sus palabras resonaban en mis oídos mientras gritaba con todas mis fuerzas.

Abrí los ojos. Estaba en la cama, tumbado en una habitación cuya oscuridad sólo se rompía por la tenue luz roja de mi despertador. Un intenso zumbido me impedía dormir. Alcé una mano pesada, cubierta por el sudor, y con gran esfuerzo la dejé caer sobre el maldito aparato. Su pantalla conjuraba la cifra maldita, el 0610. Las seis y diez de la mañana. Sin fuerzas me dejé caer contra el suelo y me arrastré hasta el baño. Dejé correr el agua hasta que calentó y me metí bajo ella, esperando que su poder milagroso me lanzase por la fuerza al mundo real mientras una cola puntiaguda me frotaba la espalda.
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