viernes, 9 de diciembre de 2011

Balas de nieve

Aclaraciones iniciales:

Las primeras lineas las escribí mentalmente mientras andaba por la calle. Cuando llegué a casa las pasé a ordenador, y me di cuenta de que necesitaba un nombre. El primero que me vino a la cabeza fue el de "James Hetfield", así que lo usé. Cuando terminé el párrafo busqué el nombre en Google; me sonaba pero no daba con qué.

En resumen: no tengo nada contra Metalica ni contra su vocalista, sólo es coincidencia.

__________


El gélido acero se calentó al instante, rodeado por el intenso olor de la pólvora quemada. La bala surcó el aire a más velocidad de la que el ojo humano podía captar. El proyectil atravesó piel, carne y hueso hasta llegar al cerebro, y salió por el otro extremo como si lo que acabara de penetrar tuviera la resistencia propia de un trozo de papel. James Hetfield tardó apenas medio segundo en morir; no tuvo tiempo para poder sentir el indescriptible dolor que puede causar un arma de fuego. Su cuerpo inerte cayó de rodillas antes de precipitarse sobre un charco formado por la mezcla de su sangre y su materia gris.

El arma aún estaba caliente cuando Jon Vega la guardó. Sentía su peso junto al corazón, en el bolsillo interior de su americana recién estrenada y cubierta por los restos del cadáver a sus pies. Sacó un cigarro del lado contrario a la pistola, le arrancó el filtro y se lo llevó a los labios. La primera calada le supo a gloria y alquitrán, con la misma intensidad que la que sentía tras saborear uno tras echar un polvo. Se sentó en una butaca cercana desde la que podía observar con todo detalle el cuerpo inerte al que acababa de arrebatarle la vida y, en breves instantes, la cartera.

Nada más terminarlo encendió otro. Se levantó mientras lanzaba una columna de humo; nunca había conseguido hacer la “O”. Levantó la pierna todo lo que pudo y la dejó caer sobre el cráneo de James con toda la fuerza de su cuerpo. La mandíbula quedó destrozada. Cubrió el cuerpo con las cortinas, hechas jirones, y vació el mueble bar sobre la tela. Cuando el alcohol se mezcló con la sangre dejó caer el cigarrillo sin ningún cuidado.

Al abandonar la casa las llamas ya devoraban por completo todo el salón.

Se sentó en el asiento trasero de un Bentley Azure negro aparcado frente a la puerta de la casa. El motor arrancó en el momento en el que el fuego podía verse en el piso superior. El vehículo se deslizó en silencio por una calle totalmente vacía. Si alguien había sido testigo, no quiso pronunciarse. En el interior la calma era total. Sólo cuando alcanzaron la autopista el chófer se atrevió a preguntar:

—Disculpe, pero, ¿no era el señor Hetfield amigo suyo?

—Lo era—respondió Jon—. Precisamente por eso debía matarlo yo.

***


James Hetfield había sido un hombre de cabeza dura que nació en el caluroso verano de 1974. Durante su infancia, el hecho de compartir nombre y apellido con el vocalista de Metálica lo hizo creer que triunfaría en su vida sin dar palo al agua. Por eso abandonó los estudios a los quince años, aunque sus padres no se enterarían hasta dos años después. Él siguió levantándose a la misma hora de siempre, desayunaba con su madre como cada mañana, y salía hacia clase con la misma mochila cada día. Dos manzanas antes de llegar al instituto torcía a la derecha y se internaba por una pequeña cicatriz que separaba dos edificios hasta una puerta de madera carcomida.

Abandonaba aquel callejón dos horas después, con los ojos rojos y el olor de la maría en la ropa, para tirarse en un banco del parque a pasar la mañana, con una bolsa de cannabis en un bolsillo de la chaqueta y otra de un polvo blanco que le recomendaron no probar en el otro. Una de esas mañanas, un hombre tan alto que ocultaba el sol se situó entre él y toda escapatoria posible y posó una mano del tamaño de la rueda de un coche sobre su hombro, invitándolo a acompañarlo a dar un paseo. Su coche estaba tan lleno que James tuvo que ir en el maletero.

La primera vez que vio a Jon Vega, éste vestía un impecable traje hecho a medida el día anterior. Él lo miró con desprecio, como si prefiriese ver algo de mierda en lugar de un trozo de carne golpeada hasta perder la forma, que se sostenía sobre la silla por un trozo de cuerda. Estuvo en la habitación un instante, le lanzó el cigarro contra un ojo y abandonó el cuartucho. James se quedaba sólo con dos armarios que lo apalearon hasta que perdieron el aliento. Cuando Jon regresó y le planteó la pregunta, James no tenía dientes para poder responderle:

—¿Para quién trabajas?

James salió vivo de allí, cubierto de una mezcla de su propia sangre y la orina de los matones. Lo tiraron de un coche en marcha en el mismo banco del que lo cogieron. Era de noche; hacía ya una semana que sus padres habían puesto la denuncia de desaparición. Tres días de hospital y un mes en cama. Cuando pudo abandonar su habitación por su propio pie, en la calle corría el viento helado del invierno. Regresó arrastrando los pies al callejón estrecho donde se reunía con Tim para recibir la mercancía. Se encontró la puerta carcomida tirada en el suelo y un fuerte olor a humo en las paredes. Jon Vega ocupaba la única butaca que se había salvado, y que nunca antes estuvo ahí. Al verlo entrar se puso en pie; su rostro iluminado por el fuego de un cigarrillo adquiría un aire tétrico.

—¿James, cierto? Ven conmigo, ahora trabajas para mí.

El tono de su voz no permitía reproche alguno.

James pasó tres años haciendo el mismo trabajo que tuvo antes, la única diferencia es que ganaba más. El día de su decimonoveno cumpleaños invitó a todos sus amigos, los cuales ya no le hablaban desde hacía tiempo, que celebró en un club de striptease. Aquella noche una puta se llevó su virginidad por cincuenta dólares; desde la brutal paliza que le dieron los matones de Jon, ninguna chica aceptaba acercarse a él a más de dos metros. Unas lo evitaban por miedo a recibir algo del estilo, otras simplemente por cómo le quedó la cara tras aquello. Hasta que no se puso el reloj de oro que sus compañeros de trabajo, si es que se les puede llamar así, le regalaron por su vigesimosegundo cumpleaños, ninguna mujer aceptó acostarse con él sin un fajo de billetes encima de la mesa. Las que a partir de entonces lo hicieron esperaba que les lloviese algo de la fortuna que poseía aquel hombre de rostro desfigurado.

Por aquel entonces, Jon comenzó a descubrir lo divertido que podía resultarle tener a James cerca. Aprendió a reír de su forma de actuar cuando mezclaba whisky con cocaína. Lo dejó actuar como monologuista durante horas, a pesar de que no hacía más que emitir gruñidos incomprensibles, bajarse los pantalones y follarse al soporte del micrófono y lanzarse en plancha contra el público en un intento de que lo pasaran de uno a otro. En su imaginación, James nadaba entre un gentío eufórico. Realmente chapoteaba sobre el suelo contra el que se había pegado.

Con el paso del tiempo, y el aumento de la ingesta de drogas varias, James empezó a perder la cordura. Entró gritando al despacho de Jon con una bolsa de heroína mientras éste mantenía una conversación con el alcalde, atacó a tres agentes de policía durante una borrachera, estampó un coche contra la fachada de la iglesia… Y todo en la misma noche. Jon mismo fue a recogerlo en su Bentley a la comisaría mientas sus abogados “aseguraban” que todo había sido un malentendido.

—James, somos amigos, ¿verdad?—le preguntó Jon en el coche.

—Caaaaro, Jon, zomoz amigoz—le respondió James, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no vomitar.

—Pues acepta mi consejo y deja las drogas. Vas a acabar mal si sigues así.

Apenas unas horas después James ya volvía a estar colocado. Jon dejó de pasarle nada que pudiera afectar a su sistema nervioso. Durante un mes, Hetfield se mantuvo encerrado en su cuarto evitando todo contacto. Cuando el mono le venció se escapó durante la noche. Se arrastró por la calle hasta que encontró a un hombre que aceptó cambiarle su reloj de oro por un par de pastillas. Al reconocerlo, aquel hombre le ofreció ir a un lugar donde podría obtener mucho más, si quería. James aceptó.

Lo llevó hasta un hotel, a la planta diecisiete. Allí conoció a Tim. Él le habló de sus proyectos, de sus ideas para el futuro. Acabó preguntándole si estaría dispuesto a vender para él, a cambio de toda la coca que pudiera esnifar. Añadió al trato una casa a las afueras donde podría vivir, colocarse y follar hasta que su cuerpo aguantase. James, tras oír las palabras “droga” y “sexo”, aceptó. Había sobrevivido a un traficante, ¿por qué no a otro?

Veinticuatro horas más tarde Jon le hacía una visita. Venía solo, enfundado en uno de esos trajes de seda que su ejército de sastres confeccionaban para él. En todos los años que trabajaron juntos, James no lo vio repetir ni una sola vez. No pudo evitar dejarlo entrar, nunca pudo negarle nada. Lo guió hasta el salón sin decir una palabra. Se sentaron uno frente a otro, en silencio hasta que Jon se llevó la mano a la chaqueta.

—Creí que éramos amigos, Jon—le dijo Hetfield cuando vio brillar el arma.

—Lo éramos, James—respondió Vega, poniéndose de pie—, hasta que me diste la espalda.

1 comentario:

Mortrel dijo...

Gatito...James Hetfield no sé, quizás sea un nombre demasiado ícono, demasiado real y no me entró mucho lo que escribiste...pero pero pero pero

Escribes de maravilla, como siempre y estuve leyendo el resto de los relatos y siguen gustándome.

Un besito!
Morri