viernes, 4 de enero de 2013

Ángel de bruma

Primera entrada del año, un intento de novela corta que escribí para un concurso y que no fue lo suficientemente bueno. Es largo, ocupa sus quince páginas.

Para ella

____________

La fábrica dominaba la ciudad desde el otro lado de la bahía. En los días de niebla, su potente luz roja que señalaba la posición de la torre a los aviones recordaba al ojo de un gigantesco cíclope que espera el momento adecuado para saltar sobre nosotros y comernos a todos.

Su atenta mirada se colaba por mi ventana. No había un solo rincón en mi habitación en el que pudiese ocultarme. Incluso cuando cerraba la persiana podía sentirla sobre mí, observando cada pequeño movimiento que hacía, como si ya hubiese decidido que yo sería su primera víctima. Pero cuando echo la vista atrás y recuerdo la inverosímil historia que había vivido, aquel ojo parecía el de un emisario de Dios que vino a la tierra para vigilarme.

Aquella mañana había niebla. Me desperté por el aroma del pan recién horneado. Vivíamos en un piso del Arrabal, justo encima de nuestra pequeña panadería. Cuando bajé a desayunar, mi hermano ya estaba terminando su tazón de leche bajo la mirada de mi madre, a medio camino entre triste y preocupada. Hace unas semanas atrás, un compañero de clase de mi hermano desapareció sin dejar rastro cuando iba a clase. Desde entonces, cada lunes a las 9, las noticias anunciaban una nueva desaparición. La policía no tenía pista alguna. El colegio había dispuesto un plan para proteger a sus alumnos que se ponía en marcha aquel mismo día.

—Buenos días—saludé, revolviéndole el pelo a mi hermano. Él lo odiaba.

—¡Para ya, Vincent! —gritó.

Mi madre tenía ascendencia italiana, a pesar de que no hablaba ni una palabra del idioma. Mi nombre era una tradición en su familia, compartía nombre con su hermano, su padre, su abuelo… Para el segundo no había normas.

—Acaba, David, que te van a dar las uvas—le regañó mi madre. Sonó el timbre mientras yo cogía un croissant, marca de la casa—. ¿Ves? Ya están aquí.

La ciudad había dispuesto algunos de los autobuses urbanos para recoger a los alumnos de la edad de mi hermano. Le esperaba en la puerta, lo cual indicaba que el conductor era muy habilidoso, viendo las cicatrices entre edificios a las que llamaban “calles” por las que había entrado. Mi madre abrazó a David y le llenó la cara de besos.

—¡Jo, mamá!—gritó él— Que no me va a pasar nada, ¡para ya!

Mi madre lloraba en silencio, haciendo un gran esfuerzo por creer en las palabras de su hijo pequeño. Terminé de desayunar y cogí mis cosas.

—Ten cuidado— me dijo a modo de despedida.

—Tranquila, soy demasiado viejo para que ningún secuestrador se interese por mí—bromeé.

Solía salir de casa media hora antes del comienzo de las clases, a pesar de que me sobraba la mitad de ese tiempo para llegar. Antes de entrar me gustaba dar un paseo junto al mar, y desde la construcción de aquella torre sentía la necesidad de dejar que el ojo me viera hasta que se quedase tranquilo. Mi madre me repetía que llegará el día en el que me saldrán escamas y me echaré al mar.

Rodeé el mercado y crucé el parque como cada mañana. La bruma era densa, aunque me permitía ver con bastante claridad. A pesar de las condiciones podía distinguirla desde lejos. Estaba sentada con los pies colgando sobre el mar. Tenía las manos cruzadas sobre su regazo y se mecía al compás de las olas. Enfundada en un vestido de lana blanca a pesar del frío; su pelo parecía oro fundido formando tirabuzones. No la conocía, pero la sentía cerca. Cuando llegué a su lado me miró, mostrándome en sus ojos el cielo azul.

—Buenos días—saludó. Tenía la voz dulce y una sonrisa en los labios.

—¿Te conozco?

—No—rió. Echaba la cabeza hacia atrás para poder mirarme, balanceando los pies.

Parecía tener todo el tiempo del mundo para perderlo allí sentada. Incluso al ponerse de pie, lo hizo con calma y sin ninguna prisa. Se sacudió el vestido. Me llegaba a la altura del hombro.

—¿Quién eres?—Pregunté.

Ella negó sacudiendo la cabeza. El tiempo se ralentizó siguiendo las directrices de sus pestañas. La gente a mi alrededor iba demasiado deprisa, o quizá fuese yo el que se moviese con lentitud. Se acercó hacia mí, apoyó las manos sobre mi pecho y poniéndose de puntillas depositó un suave beso sobre mis labios. Estaba hipnotizado, era incapaz de mover ni un músculo. Me sonrió una última vez antes de alejarse en dirección a La Magdalena. La vi perderse entre el gentío.

Me desperté de golpe. Ella hacía tiempo que se había ido. Miré el reloj; marcaba las ocho y media. Había perdido todo el tiempo que tenía para ir a clase, ya llegaba tarde. Recogí mis cosas y salí corriendo. Las puertas estaban cerradas. Golpeé hasta que Isaac, el conserje, me abrió; farfullé algo acerca de que me había dormido y me escabullí a clase.

—Llegas tarde.

El señor Sainz estaba sentado en su silla con las piernas sobre la mesa. Solía vestir más como un alumno, con camisetas y deportivas. Llevaba la barba mal recortada, gafas y el pelo revuelto.

—No me digas—le solté bromeando.

—Siéntate—ordenó, tirándome la tiza—. Ahora que estamos todos, podemos empezar.

Ocupé mi pupitre. Apenas me había sentado, mi compañera me atacó, sin darme tiempo a prepararme.

— ¿Dónde te habías metido?

A Sonia la conocía desde los 6 años. En una extraña casualidad nos encontramos en la boda de un familiar común, y desde entonces no he podido librarme de ella. Era la mejor alumna de la clase, de quien mi madre esperaba que tomase los buenos hábitos de estudio. Para más coincidencias, mi hermano y el suyo iban a la misma clase.

—Perdona, me entretuve más de la cuenta— me disculpé.

—Te estuve esperando—me soltó. Tras mi paseo matutino solía pasar por su casa, que me quedaba de camino a clase, y recorríamos el resto del trayecto juntos. A falta de ideas, decidí desviar la conversación.

—No te lo vas a creer—comencé.

Le conté todo lo que me había pasado bajo su atenta e incrédula mirada. Me parecía tan increíble que el condensarlo en tan poco tiempo hizo que me supiera a poco, como si faltase algo por contar. El relato no me llevó más de cinco minutos.

—¿Seguro que no te has quedado dormido y esto lo has soñado?—preguntó, casi sin darme tiempo a terminar.

—Es tan cierto como que hoy te he dejado plantada.

Sonia inspiró y me lanzó una mirada que conocía bien, la que ponía cuando fingía un enfado. Me ignoraría durante las dos siguientes horas, que coincidían con las clases, y luego me lanzaría un par de puñaladas de “me hago la dolida”.

El resto de la mañana me la pasé tan ensimismado que cada vez que un profesor me preguntaba, Sonia debía darme un par de codazos para sacarme de mi mundo de ensueño. Intenté dibujarla varias veces, a pesar de que mis manos nunca supieron captar las imágenes que tenía en mi cabeza. Al final me contenté con describirla en la hoja de papel, plasmando cada detalle con palabras.

—Estas en Babia hoy—me dijo ella.

Al terminar las clases acompañé a Sonia a casa. Que llegase tarde a una de nuestras rutinas tenía un pase, pero ignorarla dos veces el mismo día podía hacer que se enfadase de verdad. Apenas me hube despedido eché a correr hacia el mar. Caminé desde las estaciones hasta la universidad, pero no la encontré. A las cuatro de la tarde, dos horas después de haber terminado las clases y con el hambre aporreando mi estómago, regresé a casa.

Apenas hube entrado por la puerta pude ver a mi madre al teléfono con cara de circunstancias. Viendo la preocupación en mi rostro negó con la cabeza, haciendo señas de que me lo contaría después. Más aliviado fui al salón, donde encontré a mi hermano sentado viendo la televisión. Dejé la mochila sobre el sofá y me dirigí hacia la cocina deseando atracar la nevera. Apenas hube cruzado el umbral de la puerta me di la vuelta, seguro de que había algo que estaba mal en lo que acababa de ver. La televisión estaba apagada.

—¿Qué te pasa?—Le pregunté.

Mi hermano fue incapaz de articular una palabra.

Para cuando mi madre colgó el teléfono yo ya había terminado un plato de sopa y me estaba preparando una tortilla francesa. La vi coger un chupito del congelador y llenarlo de orujo, como hacía cada vez que tenía el estómago revuelto. Esperó hasta acabárselo para contarme lo sucedido.

—Carlos ha desaparecido—soltó sin rodeos.

Apenas hube terminado de comer regresé a casa de Sonia corriendo todo lo rápido que me dejaban mis piernas. La encontré sentada frente a la puerta, como si esperase que en cualquier momento su hermano pequeño doblase la esquina y le saludase. Nunca la he visto llorar hasta ahora, pero sabía que por dentro estaba destrozada.

—Le encontraremos—aseguré—. Cueste lo que cueste.

Recorrimos toda la ciudad llamándolo a gritos. La gente, que al principio nos miraba como si estuviésemos locos, parecía comprender lo que había pasado. Sentía sus miradas cargadas de tristeza en la espalda. Ni uno solo de ellos nos ayudó.

Nos rendimos al anochecer, cuando no podíamos dar ni un paso más. Nos separamos, ella se fue hacia su casa y yo me encaminé a la mía. Al llegar al portal me tomé un segundo para pensar. Decidí subir al funicular donde tenía unas vistas espectaculares del puerto. Con el cielo despejado, la luz roja de la torre no era más que eso, una luz roja. Nada a lo que tenerle miedo.

Santander nunca me pareció una gran ciudad, no cuando en quince minutos llegaba a cualquier lugar, pero ahora que tenía que buscar a una persona en concreto entre tantas…

Regresé a casa; las noticias de las nueve anunciaban la desaparición de Carlos. Me metí en la cama sin cenar, y hasta que me dormí aquella misteriosa chica dominó mis pensamientos.

Al día siguiente Sonia no me abrió la puerta. Estuve cinco minutos esperando hasta que su padre salió y me dijo que no iría a clase, que no se encontraba bien. Decidí volver después y continué sin ella.

Durante el trayecto permanecí alerta buscando pistas, aunque no sabría decir si eran para encontrar a Carlos o a aquella misteriosa chica, a la que mi mente empezaba a confundir con un ángel de bruma. No la encontré junto al mar aquella mañana. El gran ojo rojo del cíclope lo había visto todo, pero no quiso decirme dónde podían estar ninguno de los dos.

Esperaba que mis compañeros hiciesen comentarios acerca de la ausencia de Sonia, pero ninguno de ellos dijo una palabra al respecto. El señor Sainz reparó en el asiento vacío.

—¿Sonia?—preguntó.

Negué con la cabeza y él comenzó la clase.

A Sonia la encontré en su habitación, completamente a oscuras. Debía de haber pasado el día durmiendo, o intentándolo por lo menos.

—Eh, tú, levanta—le solté. Sólo obtuve un gruñido como respuesta—. ¡Eh! Sal de ahí.

—Largo—escupió.

Abrí las persianas para que entrase la luz. Tenía la cama totalmente desarmada, como si se hubiera estado revolviendo toda la noche. Su pelo estaba totalmente alborotado, y sus ojos estaban medio cerrados mientras se acostumbraban a la luz. Había una botella de agua junto a su cama. Se la enseñé.

—Si no te levantas te la vacío encima—amenacé.

—Ya va, ya va.

Salí de la habitación mientras se vestía. Me tuvo esperando media hora larga, que aprovechó para peinarse. Lo primero que hizo al terminar fue darme un puñetazo.

—Capullo—saludó.

El plan era simple. Iríamos de puerta en puerta, barrio por barrio, preguntando a la gente y pegando carteles. Los hicimos en la librería del barrio. La dueña nos conocía de toda la vida, y al ver para que eran los carteles se negó a cobrarnos.

—Que tengáis suerte—dijo al despedirnos.

No la tuvimos. Caminamos por toda la ciudad. Los establecimientos nos dejaban poner los carteles en el escaparate, dado su objetivo. Pudimos ver que había otras fotos pegadas, las de los otros niños desaparecidos. Rostros felices que ignoraban su futuro.

Esperábamos que alguien reconociese a Carlos y que llamase dando alguna pista. El teléfono no son ni aquel día ni los siguientes. Sonia, lejos de desanimarse, siguió buscando a su hermano. Dejó de ir a las clases para poder dedicarle más tiempo. Una tarde me contó que la habían echado por intentar colarse en La Magdalena, asegurando que era el último sitio que le quedaba por registrar.

Yo me unía a la búsqueda justo después de comer. Sonia aseguraba que seguía en la ciudad, que no iba a irse. Iba a encontrarlo, costase lo que costase. Incluso planeaba la forma de pillarle mientras secuestraba al próximo.

No encontramos nada, ni una pista. Aquel viernes decidimos separarnos para cubrir más terreno. Pensé que sería una tarde de paseo como las anteriores. La encontré en Puertochico al atardecer, cuando pensaba en regresar a casa.

Me miraba entre la gente. Sonrió al darse cuenta de que la había visto. Hizo un gesto con la mano que no entendí. Lo repitió dos veces más hasta que decidió decírmelo sin articular palabra. Quería jugar conmigo, a ver si conseguía atraparla. Sin darme tiempo a reaccionar echó a correr.

La seguí durante dos horas dando vueltas por todo Santander. No paró hasta General Dávila. Me esperaba en el acceso al funicular.

—¿Estas cansado?—me preguntó.

—¿Ya hemos acabado?—hablaba entrecortado, intentando recuperar el aliento—. Puedo seguir así días.

Ella rió con ganas. Me cogió del brazo, creo que temía que me cayese. Caminamos un poco hasta llegar al teleferico. Nos quedamos apoyados en la baranda esperando a que subiese. Las luces de la ciudad se reflejaban sobre un mar oscuro.

Ninguno dijo nada. Temía que si decía algo, ella echaría a correr y no volvería a verla. Pero en mi interior rugía una pregunta que necesitaba salir. La miré a los ojos.

—¿Cómo te llamas?

Se tomó su tiempo para responder. Cerró los ojos y tomó aire. Me hizo esperar una eternidad, y cuando creía que no iba a responderme me besó. Fue un beso rápido de apenas unos segundos, por mucho que mi reloj se empeñase en gritarme había pasado una hora. Fue entonces, al separarnos, cuando ella habló.

—Marina.

Bajamos juntos en el funicular, solos. Estaba resplandeciente. Ella cogió mi mano. La dejé guiar nuestros pasos. Me llevó hasta el puerto. La luz roja de la fábrica me seguía. Supe que no lo aprobaba. Por primera vez, me daba igual.

—Marina, ¿quién eres?

—Es una pregunta un tanto rara, ¿no crees?—se balanceaba como un péndulo; no podía estar quieta.

—No es eso, es solo que…—no sabía por dónde empezar. Decidí ir a lo seguro y soltarlo sin más—. Desde que llegaste no he podido sacarte de mi cabeza. Necesito saberlo todo de ti.

Ella negó con la cabeza.

—Hoy no—dijo—, debo irme ya.

—¿Cuándo?

—El lunes. Aquí mismo.

Marina se fue sin despedirse. Regresé a casa. Podría jurar que en todo el trayecto no toqué el suelo una sola vez.

De aquel fin de semana no recuerdo nada. Es como si lo hubiera pasado durmiendo. Mi hermano asegura que en ese tiempo me dio una paliza a la consola. De lo que sí estoy seguro es de que el domingo no dormí, que lo pasé en vela esperando ansioso el volver a verla.

Volvía a ser lunes. Mi madre volvía a mirar a David con una mezcla de tristeza y miedo. El autobús volvía a nuestra puerta a recogerlo, esta vez con un policía vigilando el trayecto. Incluso con esas medidas, mi madre no se sentía aliviada. Mi hermano repitió que no iba a pasar nada, que volvería para la hora de comer. Incluso yo no podía creérmelo del todo.

Como le había prometido, a las ocho en punto salí de casa para ir a reunirme con ella junto al mar. Marina me esperaba sentada en el borde, con las piernas colgando sobre el agua, tal y como la había visto la primera vez, una semana atrás. Me saludó con su perenne sonrisa, haciendo un gesto para que me sentase a su lado. Apenas lo hice, ella apoyó la cabeza sobre mi hombro.

—Te echaba de menos—dijo.

No respondí. Estaba dudando si besarla o hacerle la pregunta que tenía en la cabeza desde el mismo momento en el que la vi. Me quedé mirando al agua mientras en mi cabeza se libraba una guerra sin cuartel. Ella me sacó de mis pensamientos.

—¿Te pasa algo?— preguntó.

Al mirarla me di cuenta de que no había diferencia entre el mar y sus ojos. Esa idea me ayudó a decidirme.

—Cuéntame tu historia.

Ella cogió aire y comenzó el relato.

Existía en la ciudad un hombre triste que se arrastraba por las calles de un lado a otro buscando su fortuna perdida. Vivía en las aceras y dormía en bancos, comiendo lo poco que podía reunir. En una de sus exploraciones la encontró, envuelta en una maraña de trapos sucios. El hombre aporreó las puertas cercanas, tratando de encontrar el hogar de la niña, pero lo único que obtuvo fue algo de leche y alguna manta para que no cogiese frío. Asumiendo que la niña le acompañaría durante el resto de su vida, el hombre se coló en una vieja casa abandonada, donde la abrazó hasta que ambos se quedaron dormidos. Al amanecer se dio cuenta de que la niña carecía de nombre, y le puso el de la única mujer a la que quiso alguna vez. Marina.

Pronto aprendió a querer a aquella niña como si fuese su hija. La llevaba consigo a todas partes, de puerta en puerta pidiendo una ayuda. A las amas de casa la pequeña Marina les ablandaba el corazón y abría las carteras. Le daban monedas, leche, ropa vieja… Pero pronto aquella limosna se acabó, cuando la niña cumplió los dos años. La buena voluntad de Santander tenía un límite, y el hombre lo había rebasado. Fue entonces cuando empezó a tomar todo lo que necesitaba.

Al principio eran alimentos, y cuando empezó a crecer cogía ropa y libros. Se colaba en cualquier casa y se llevaba todo lo que necesitaba o creía necesitar. A medida que pasaba el tiempo dejó de llevarse la comida o la ropa para coger exclusivamente objetos de valor para luego venderlo a través de unos viejos amigos.

Marina crecía con rapidez. El brillo en los ojos que el hombre tenía cuando la niña lo llamó “papá” con sus primeras palabras era de puro orgullo. Con él aprendió a hablar, a escribir y a leer, que era casi todo lo que podía enseñarle.

La niña siempre tuvo todo lo que quiso. No pedía mucho: un libro, una muñeca… Cosas fáciles de conseguir, y baratas. Pero aquella tarde el hombre sacó a Marina a dar un paseo por la costa. Y entonces vio el gran palacio que tiempo atrás la familia real usaba como residencia de verano.

—Papá, ¿eso qué es?—Preguntó la niña señalando al palacio.

—Esa era la casa del rey.

—¿Y ya no vive nadie allí?

—No, Marina, nadie vive allí—respondió el hombre.

—Pues algún día yo viviré allí—aseguró Marina.

El hombre dejó a la niña en la biblioteca. La encargada era una señora mayor cuyos hijos hacía tiempo que se habían ido de casa. Le había cogido un cariño especial a Marina; siempre le daba pastas para merendar que ella misma cocinaba. Aquella tarde, la niña estaba especialmente emocionada.

—Se te ve contenta hoy, ¿es por algo en especial?—preguntó la bibliotecaria.

—¡Papá me ha prometido que viviremos en un palacio!—gritó Marina en respuesta.

La anciana bibliotecaria no pudo evitar reír ante la ingenuidad de la pequeña. Le tendió una pasta y se la llevó a la sección de libros infantiles.

El hombre pasó toda la semana rondando la Magdalena. Buscaba una forma de entrar y salir sin ser visto, el resto venía sólo. Llevaba años ocupando una casa vacía en mitad de la ciudad, aquel palacio no sería difícil. Nadie entraba y pocos se acercaban, normalmente turistas que hacían un par de fotos y se iban por donde habían venido. Al final lo encontró. Era una pequeña gruta junto a la playa, apenas una cicatriz en la roca por la que un hombre adulto podía colarse con bastante facilidad. Era complicado pasar por allí, pero serviría. Apenas medio metro más adelante el camino se ensanchaba, permitiendo moverse con comodidad. La cueva llevaba a una larga y oscura escalinata esculpida en piedra, cuyo fin llegaba a una puerta en la cocina.

Se dio un paseo por el palacio. Los muebles estaban cubiertos por telas para evitar que se dañasen. En una de sus visitas organizada por el instituto, cuando aún no había terminado en la calle, había visto grandes sofás de terciopelo merecedores del trasero real. Dedujo que, antes de una visita concertada, se limpiaba y adecentaba para dar buena imagen. Debía tener cuidado con eso. Sin embargo, se notaba hacía años que nadie pisaba las plantas superiores. Bastaría con algo de limpieza para que fuese habitable.

Aquella misma noche llevó a Marina a su nuevo hogar. Poco a poco fue trasladando sus pertenencias hasta que un mes después de la primera incursión al palacio pudo decir que había abandonado su casa de mendigo para vivir como un rey.

Marina creció como una niña feliz. Tenía todo lo que podía desear, vivía en una casa enorme donde cualquier susurro producía eco. Se entretenía leyendo, jugando o mirando por la ventana. Los pocos que la vieron entre las cortinas extendieron el rumor de que el fantasma de una chica habitaba el palacio, y que por eso la familia real dejó de visitarlo. Ella misma se enteró en una de sus visitas a la biblioteca, cuando su padre ya dejó que saliera sola. No pudo evitar reírse.

Pero cuanto más tiempo pasaba fuera del palacio más notaba algo en falta. Veía a los chicos de su edad jugando, divirtiéndose juntos. No tardó en comprender que se sentía sola. Pero conocía la forma de solucionarlo. Su padre siempre le daba todo lo que deseaba.

El hombre vivía en el salón principal. Sólo salía de allí por las noches, para seguir reuniendo dinero para su hija. Del resto se encargaba Marina. Ella lo encontró sentado en una butaca frente a la chimenea.

—Papá—comenzó—, quiero un hermano.

Y el hombre se levantó y abrazó a su hija.

—Pues tendrás un hermano—le juró.

Al día siguiente, lunes, el hombre salió temprano del palacio. Cuando regresó, lo hizo con un niño de la mano al que le resbalaban lágrimas por la mejilla. Marina se lo llevó a su habitación, con los juguetes y los libros, para intentar animarlo, pero no logró nada. El niño estaba demasiado triste para jugar. Así que el hombre, una semana después, lo encerró en un cuarto y salió a buscar a alguien que cumpliese su propósito. Volvió con otro crío con la misma edad y las mismas lágrimas que tampoco quiso ser el hermano que su hija tanto quería. Al ver que pretendía ir a por el tercero, Marina lo cogió por el brazo.

—Papá, ya está bien. No hace falta que sigas.

Pero ya era tarde. El hombre tenía que darle todo lo que ella quería. Lo había jurado.


Su historia me dejó sin palabras, o quizá fuese que incluso mientras me la contaba no había perdido la sonrisa. Me miraba esperando que hiciese algo. Mi cerebro me había abandonado.

—Tengo que irme—acerté a decir.

—Aquí te espero—respondió.

La dejé allí, dando patadas al aire.

Llegué tarde otra vez. Isaac me abrió la puerta; parecía triste al verme. Intentó decirme algo, pero tenía prisa y le dejé con la palabra en la boca. Fui corriendo a clase; estuve a punto de echar la puerta abajo.

—Buenos días—dije. Sonia seguía sin venir.

El señor Sainz estaba sorprendido.

—Vincent, ¿qué haces aquí?—preguntó—. Pensé que no vendrías.

—¿Por qué no iba a venir?

—Creía que ya estabas enterado, pero parece que no—nunca había oído ese tono de tristeza en su voz, que le hacía parecer una persona distinta—. Ha llamado tu madre. Tu hermano ha desaparecido.

No sé cuánto tiempo estuve parado en el umbral de la puerta. Tampoco me acuerdo de cómo salí de allí. Lo siguiente que sé es que estaba mirando a Marina.

—Llévame con él.

Una afilada roca de la gruta me rasgó la manga de la camiseta. La cueva era fría y oscura, tal y como me la había imaginado durante el relato de Marina. Las escaleras estaban mojadas, resbalaban, y no había dónde sujetarse. Realmente agradecí el cruzar la puerta de la cocina.

—¿Dónde están los niños?—pregunté.

Marina me guió. Subimos al primer piso. El eco de nuestros pasos resonaba por todo el palacio. Temía que su padre nos oyese y saliese a buscarme. No sabría reaccionar.

Ella giró en una esquina y abrió la primera puerta. Allí estaban Carlos y los otros niños jugando con una consola. Al verme, Carlos vino corriendo.

—Ya pasó—le dije—, pronto volverás a casa.

No había rastro de mi hermano, ni ellos lo habían visto. Los acompañé a la puerta de atrás; la principal estaba cerrada con llave. —Salid de aquí, buscad a un policía y decidle dónde habéis estado. Os llevará a casa—los tres asintieron y echaron a correr camino abajo—. ¿Sabes dónde puede estar mi hermano?

—Espera, se lo pregunto a mi padre—Y antes de que pudiese pararla, Marina entró a buscarlo.

La seguí hasta el salón principal. El hombre ocupaba una cómoda butaca frente a la chimenea. Había encendido un fuego y se entretenía observando el crepitar de las llamas.

—Hola, papá—saludó ella.

—Tu hermano te espera en tu habitación—le respondió él. Tenía una voz fuerte, grave y rasgada.

Ella me miró. Asentí con la cabeza. Marina fue a buscar a David. Quise ir tras ella pero un ruido me detuvo. Su padre se revolvió en su asiento. Le vi ponerse de pie lentamente. Su mirada me paralizó. Tenía el pelo largo y enredado y la barba mal recortada. Su abrigo estaba viejo y raído

—¿Quién eres?—gruñó.

—Soy Vincent—tartamudeé—, un amigo de su hija.

—¿Y qué haces aquí?

Se movía a mi alrededor, controlando mis movimientos. Tenía miedo hasta de respirar.

—He venido a buscar a mi hermano.

—Aquí no está—escupió, buscando la comodidad de su butaca—. Lárgate y no vuelvas.

Debí hacerle caso, debí irme de allí y olvidarme del hombre que habitaba el viejo palacio y de su hija. Debí seguir con mi vida. En su lugar, sacando valor de donde no lo había, me quedé ahí plantado sin apartar la vista del hombre que se planteaba seriamente matarme.

—Claro que está aquí—le grité—. Te lo llevaste esta mañana, a él y a otros, como si te pertenecieran por derecho. He venido a llevármelos, y no me lo vas a impedir.

—¡Le pertenecen a Marina!—apenas dos centímetros separaban su cara de la mía. Con cada palabra disparaba un proyectil de saliva—. Se quedarán aquí. ¡Ella los quiere aquí!

—¡Ni ella los quiere aquí ni ellos quieren quedarse! Me los llevaré, aunque tenga que traer a la policía conmigo.

El hombre dio un paso atrás. Parecía que toqué el punto. Había encogido un par de centímetros y se sujetaba el estómago como si le ardiese el infierno en su interior. Eché a andar a la salida. —¡No te la llevarás!

Me giré al oír su grito, justo a tiempo para tener un primer plano de cómo se abalanzaba sobre mí. Sus manos se cerraron en torno a mi cuello, levantándome con facilidad. Apretaba con toda su fuerza y rabia. Trataba de matarme, y si no hacía algo pronto iba a conseguirlo.

Ocurrió todo en un instante, tan rápido que no me di cuenta de lo que pasaba hasta que hubo terminado. Le mordí el dedo, abriéndole un corte profundo. La sorpresa y el dolor hicieron que me soltase. Con el sabor de su sangre de la boca le di una patada. El hombre retrocedió un par de pasos. Corrí hacia él descargando un fuerte empujón sobre su pecho. Se tambaleó, tropezó. Cayó. Su cabeza golpeó la pared de la chimenea, se derrumbó hasta acabar entre el fuego. Algunas brasas saltaron. Supe que no iba a levantarse.

Estaba recuperando el aliento cuando ella llegó. Marina se detuvo en el umbral de la puerta. Me miró a mí primero, y luego al cuerpo inerte del hombre al que había aprendido a querer como a su propio padre. Se llevó las manos a la boca antes de empezar a llorar.

Corrió junto a su padre. Yo contemplaba la escena sin saber qué hacer. Decidí dejarla a solas, por lo menos unos minutos. Iba a salir cuando noté algo raro. Había más luz en la sala. Me di la vuelta y lo vi. Las brasas habían propagado el fuego.

—¡Marina!—grité.

No respondía, estaba en shock. Tiré de ella varias veces intentando hacerla reaccionar, pero no había manera. La cogí en brazos como pude y eché a correr, con ella intentando con todas sus fuerzas regresar junto a aquel cuerpo por el que trepaban las llamas.

Mi hermano esperaba fuera. Nunca le había visto tan contento de verme. Dejé a Marina en el suelo, sentada. Se había derrumbado por completo. Esperamos allí hasta que llegó la policía. Cuando nos fuimos, las llamas devoraban el palacio.

A la mañana siguiente la foto del incendio era portada de todos los periódicos nacionales. El titular solía incluir las palabras “secuestrador”, “palacio” y “llamarada”, en relación a la enorme columna de fuego que se vio cuando las llamas alcanzaron el tanque de gas. No se nos mencionaba ni a mí ni a Marina; se lo pedí al policía que me llevó a casa y parece que lo consiguió.

Una semana más tarde volvía a estar parado frente al mar. Quedaba media hora para que yo entrase a clase, y disfrutaba de la brisa marina y de las vistas de la fábrica cuya luz roja me recordaba al ojo de un gigante. Parecía tranquilo, como si ya no quisiera comerme. Me despedí de él con un gesto y me fui. Tenía que ir a recoger a Sonia para ir a clase. Me mataría si la obligaba a llegar tarde el día de su regreso.

Los niños regresaron a sus casas. Un psicólogo dictaminó que, pese al trauma que habían pasado, ninguno de ellos tendría secuelas. Apenas unos minutos después de haber salido de la consulta estaban jugando en la calle con un grupo de chicos y su pelota.

Y Marina… La llevaron a un orfanato. Quise ir a verla, pero cuando llegué me dijeron que no me conocía y me pidieron que me fuese. Pude verla a través de la ventana. Tenía la mirada triste y había perdido su sonrisa. Lo último que supe de ella es que una pareja, después de que su historia les ablandase el corazón, la adoptó y se la llevó lejos de allí. No volví a verla. Me acuerdo de ella todos los días, de la sonrisa que perdió y del misterio que la envolvía.
Leer más...